Nunca se está solo.

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Me tiré sobre el acolchado de mi cama y no, no era de noche sino que tarde; aún los rayos del sol ingresaban por mi balcón pero necesitaba una merecida siesta. Cuando abrí los ojos ya no me encontraba en mi dormitorio; estaba parada en medio de un angosto pasillo, no veía donde terminaba -puede que no tuviera-. En el techo colgaban rubias telarañas de luces muy blancuzcas que me cegaban a causa, también, del blanco de las paredes y el dorado que delineaba los zócalos. Y por esas lechosas paredes se desplegaba un desfiladero de interminables puertas. No había decoraciones pero era elegante en su simpleza. Y por obvias razones, supe que no me había despertado aún e intrigada empecé a caminar. Avanzaba poco a poco, temerosa; reinaba una intimidante soledad, no obstante, escuchaba voces ininteligibles salir de las cerraduras. La altura que tenía la arquitectura me hizo pensar que habitaba el cuerpo de alguien más joven, por ende, me percibía más vulnerable e indefensa. A veces, doblaba hacia mi izquierda para subir por una escalera de caracol y volvía a reencontrarme con el mismo pasillo. En una ocasión, bajé el mentón hasta mi pecho y advertí que traía ropa sencilla de una o dos prendas. Era lisa, sin diseño, se veía más bien como un camisón de matiz nevado. Un uniforme, ¿tal vez? Ya cansada de esa constante repetición, moví para abajo una manija de esas puertas y empujé. Había un cuarto careciente de luz: en el centro se mostraba un inmenso lecho, y sobre él un robusto hombre bajo una joven mujer desnuda. Me miraron sin importunarse por mi visita: aquí no me querían. Rápidamente, pedí disculpas y cerré de un golpe. Comencé a avanzar con mayor rapidez a la vez que me replanteaba: « ¿Qué es este lugar? ¿Cuál es mi función aquí?». Algo me decía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué ni en dónde.

Más tarde, me detuve en otro umbral o más bien mis pies lo hicieron guiados por la costumbre, porque yo jamás había visto ese amarillento letrero situado por encima de mis ojos. Tenía grabado un impreciso número de tres o cuatro cifras, comúnmente utilizado para enumerar los diferentes cuartos de una residencia. Abrí con suavidad así no hacer ruido: mismo sitio que el anterior; no había iluminación artificial. Solo estaba alumbrado por la luz natural que ingresaba de un gran ventanal ubicado a mí delantera, como a unos veinte metros de distancia. No tenía cortinas ni cristales pero sí bastante altura: no me cercioré si es que llegaba al techo y, en contraste, su grosor era algo escaso. Y ahí me enteré que era de noche al ver ese azulado y vaporoso cielo. Algunas nubes pasaban e imaginé que podía tocarlas con solo estirar mi mano desde el marco de la ventana. « ¿A qué altura estaba?». No veía nada más: ni casas, ni personas, ni plazas, ni caminos. Salvo esa persona parada de cara al mirador y, por ende, de espaldas a mí.

- Llegaste, te estaba esperando. Cierra la puerta, Adelaida ­-comentó en un tono gentil, y por su voz comprendí que se trataba de un hombre.

Obedecí a su petición, y al retomar mi posición me vi acorralada por su mirada. Tenía un saco negro que le llegaba un poco más arriba de sus tobillos, en sí solo traía prendas oscuras y semejantes a las del siglo XIX. Detrás lo acompañaba esa escenografía nocturna que acentuaba su misticismo, más su altura que no pasaba desapercibida. No, no era un hombre de las nieves; era alguien alto si lo situamos en nuestra sociedad actual, pero -como ya dije-en mi nuevo cuerpo todo se distinguía más grande. Para mi extrañeza, no me genera miedo sino que una necesidad de comprender más sobre este nuevo mundo al que fui dejada. Nunca había tenido tanta incertidumbre durante un sueño; uno lo experimenta sin tanto revuelo hasta que al despertar notamos la irrealidad de los hechos. Y mucho menos, cuando mi juicio me indica que sigo dormida, pero ni así me evité tanta inquietud.

Me adentré un poco más, de tal modo que él avanzó hacia mí. Y apenas agarró mi mano me condujo a la cama: el mismo lecho colosal del anterior cuarto. Nos sentamos en la orilla, enfrentados. Y puesto que estaba demasiado cerca, cabizbaja, froté nerviosa mis manos. « ¿Qué tenía que hacer? ¿Lo mismo que esa joven?». Sí, era un sueño pero no quiere decir que los sentimientos no ocupen espacio, y a veces los cinco sentidos toman partido. ¿Hay un límite más allá del tiempo entre nuestra supuesta realidad con los sueños? El hombre acarició mi cabeza, y mis pelos bailaron una dulce melodía. Ese simpático gesto fue suficiente para que levantara al fin los ojos. Él me sonrió satisfecho, y dijo:

Mis sueños (relatos cortos)Where stories live. Discover now