1. Girasoles.

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Era un día caluroso de agosto, no había ni un alma en las calles, tan solo los más valientes habían sido capaces de salir para hacer sus recados. Los demás, sin embargo, se escondían del calor como podían: algunos con aire acondicionado, otros con ventiladores o sino en alguna piscina. No obstante, la familia de Megan había decidido subir al coche e ir en dirección al pequeño pueblo costero en el que siempre veraneaban. Por suerte para ellos, el coche contaba con aire acondicionado, eliminando la sensación de 40º grados.

La madre de Megan, Lisa, cantaba todas y cada una de las canciones que tenían en la lista de reproducción de Spotify llamada: El pop de los 80 en su máxima esplendor.

Su marido, sentado como copiloto, daba una vuelta tras otra al mapa de papel arrugado. No les hacía falta llevarlo y cuando Megan preguntaba lo único que decía era: Cariño, una aventura es más divertida con mapa. Ella asentía y continuaba haciendo lo que fuese que estuviese haciendo antes de que la pregunta le viniese a la cabeza.

No faltaba mucho para llegar, quizás unos veinte minutos.

—¿Podremos ir primero al refugio de gatitos?

—Meg—la miró su padre—, lo primero es dejar las maletas en el apartamento.

—Jo—se cruzó de brazos y suspirando enfadada miró por la ventana.

Allí subida todo a su alrededor se movía a gran velocidad, se sentía como Flash, o quizás pudiese serlo.

Pasaron por al lado de unos grandes campos de girasoles, todos ellos mirando en dirección al sol, dejando que este bañase sus pétalos amarillos, siempre moviéndose donde él lo hacía.

—¿Por qué los girasoles siempre miran al sol?

Los padres de Megan se miraron sonriendo. Joss carraspeó la garganta y alzó una ceja.

—Verás...


La mañana amaneció soleada, después de tantos días de guerra y lluvia Grecia lograba encontrar su pedacito de calma.

En lo alto de la colina, más allá del puerto y el teatro, adentrándose en el bosque, unas ninfas se bañaban plácidamente en el lago de aguas claras. Charlaban entre ellas y chapoteaban en el agua. Todas menos una, Clytie.

Cuando el sol había estado a punto de salir, había corrido hasta un claro. Allí la joven de cabello rubio había esperado junto a un árbol a que pasase su enamorado no correspondido, Apolo, el Dios de la belleza masculina, la música y la luz solar.

Clytie estaba enamorada del joven, y este tan siquiera sabía de su existencia. Aun así, cada mañana, con el nacimiento del sol, corría hasta allí para verle. Su cabello rubio como el oro, sus músculos perfectamente tallados, como si de una estatua de marfil se tratase y su arrogancia habían logrado enamorar a miles de jóvenes.

La joven esperaba junto al árbol hasta que el sol se escondía, siempre para verle. Entonces, una de sus hermanas volvía a buscarla para llevarla de vuelta junto al lago, donde vivían.

Esa misma noche la hermana mayor de Clytie decidió que era el momento de decirle la verdad. Llevaban tiempo escondiéndole aquello. La quería, se encargó de criarla cuando era un bebé y lo que hacía ese Dios con ella no tenía perdón.

—Tenemos que irnos—dijo sin rodeos—. Hay demasiados mortales en estos bosques, debemos ir más al norte.

Clytie no dijo nada más, tan solo se limitaba a escuchar, se limitaba a impedir que las lágrimas mojasen sus mejillas pecudas.

—Apolo ni siquiera sabe que existes.

Aquellas palabras, sin embargo, fueron como miles de cuchillos de cazador clavados en el corazón de la joven ninfa. Las lágrimas finalmente salieron, saladas con el contacto de sus labios, y cerró los puños con fuerza. No podía creer que una de sus hermanas le hubiese dicho aquello, que hubiese utilizado las palabras perfectas para hacerle daño. Sentía como la ira corría por sus venas y de repente pensó en el poder de su padre, el Dios de los mares, y deseó tenerlo.

Cuando la luna cayó sobre Grecia y algunos de sus habitantes dormían, Clytie abrió los ojos de par en par. Una terrible pesadilla había irrumpido su sueño, mostrándole un futuro triste, gris, infeliz...un futuro sin Apolo.

Sabía lo que debía hacer, y las mariposas de su estómago también pues empezaron a aletear como si no hubiese un mañana. Estaba nerviosa, iba a vomitar, iba a huir.

Cogió aire con fuerza y pensó en todo lo que perdería si decidía marchar aquella noche. Perdería a sus hermanas, las mismas que no la comprendían desde hacía tiempo, las mismas que cada día le hacían comentarios hirientes sobre su amor. Perdería a la hermana más mayor, la que había sido como una madre para ella. Sacudió la cabeza, nada de eso importaba cuando te hacían daño.

Sin querer detenerse más tiempo se vistió con el camisón de seda, y tardando unos segundos emprendió la marcha, sin mirar atrás ni una sola vez.

Corrió y corrió a través del bosque. Sus pies descalzos pisaban las pequeñas ramas que crujían a cada paso que daba. La luna proyectaba una luz blanquecina en la copa de los árboles, proporcionando aquella mezcla de magia y misterio. Los búhos miraban a la joven Clytie correr y reír, la miraban y se lamentaban por ella, por el destino que le esperaba.

A unas pocas horas del amanecer logró llegar hasta la colina más alta. Agotada decidió recostarse en el tronco de un árbol, cayendo en los brazos de Morfeo al poco tiempo.

Los días pasaron, Clytie era feliz viendo a Apolo todas las mañanas. Desde lo alto de aquella colina emprendía su viaje hasta el pueblo y al anochecer volvía. No hablaban, tan siquiera él le prestaba atención. A veces, incluso, volvía con alguna chica, pero el amor que sentía Clytie hacia él era tan fuerte que la había cegado, tan fuerte que ninguno de los consejos de sus hermanas persistía en su cabeza.

Pero los días pasaron, y Apolo continuó ignorando a la hija de Poseidón. Esta, por consiguiente, olvidó comer, también olvidó beber, y dejó los lagos y ríos lejos de su vida. Poco a poco dejó de ser Clytie: sus extremidades comenzaron a convertirse en ramas, su respiración comenzó a apagarse, su corazón latió más despacio. Sus cabellos dorados se transformaron en pétalos amarillos y Clytie dejó de existir. En su lugar una flor nació, y siguió al Dios Apolo hasta el fin de sus días.

Los secretos del Olimpo.Where stories live. Discover now