Yasí-yateré: un duende albino seductor enamorado de la Luna

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¿Un duende albino aborígen?  ¿Quién lo diría?

En el capítulo anterior nos adentramos en la cosmovisión patagónica Mapuche y Tehuelche. 


En éste capítulo nos vamos a ir hacia el otro extremo de la Argentina, para lentamente (ya sé, muuuyyy lentamente si seguimos este ritmo de escritura), ir abarcando todo nuestro territorio. Y si estábamos en las montañas heladas de la Patagonia, pues no nos iremos al fondo del mar, pero sí a la caliente selva de los guaraníes en Misiones.


Si bien comencé mencionando a un duende albino aborigen, en realidad Yasí-yateré no era duende, sino un guaraní común; no era albino, sino macilento; ni tampoco aquel era su nombre, sino Ruí-ruí-vaé, que significa joven triste y melancólico. Pero ¡sí era aborigen! 

Lector—¿Pero algo de lo que dijiste era cierto? 

cheArgentina—¡Ya van a ver!


Ruí-ruí-vaé era bastante debilucho y su sombra lo condenaba a pocos años de vida, ya que la misma carecía de cabeza. (Voy a revisar bien mi sombra la próxima vez que nos encontremos mi sombra y yo). 


En definitiva, parece ser que en esos escasos años que le vaticinaban, decidió amar a las cosas más blancas que pudiera admirar, pues él entendía que el blanco simbolizaba la más grácil pureza. Así era que vivía enamorándose de las garzas albas, las más níveas flores, corzuelas (que son una especie de ciervitos) y conejitos a los que se llevaba para mimar y alimentar con las golosinas que más prefirieran.


Como no podía ser de otra manera, si Ruí-ruí-vaé amaba todo lo blanco y prístino, el objeto de su deseo más codiciado era justamente aquello que era imposible de alcanzar: La blanca Luna. Cada noche aguardaba su salida como un famélico, para ser bañado por su luz plateada.


Una de aquellas noches, Yasí (la Luna) se asomó mientras él la esperaba paseando por la rivera del río. Su reflejo sobre las aguas se extendían todo a lo largo hasta la orilla misma otorgándole un luminoso camino plateado hasta su encuentro. Ansioso y embobado no prestó atención a nada más que a la respuesta de todas sus plegarias a aquella diosa blanca. Así fue que no se percató de la presencia maléfica del genio de la sensualidad descarriada: Kurupí, el generador de todos los amores equívocos y tortuosos del planeta.


Cuando vio su oportunidad, Kurupí la tomó transformando el camino lunar en uno de ensueño al cabo del que Ruí-ruí entreveía una deidad blanca meciéndose sobre las plateadas aguas. Tenía un cuerpo estilizado y flexible que parecía una niebla de brillantes. La voz arrullante como una cascada lo atraía en su más ardiente fervor, lo que tras un grito de desesperación llevó a Ruí-ruí a arrojarse de un salto a su encuentro.


Satisfecho, Kurupí recogió el collar de fuego que le pertenecía y se alejó complacido y sonriendo por su fechoría.


Nadie volvió a ver al joven macilento desesperado por su Luna hasta que en el primer plenilunio de primavera, las aguas del río se removieron con un temblor extraño, y en el mismo lugar en el que saltara el poseído Ruí-ruí-vaé, surgió un remolino que reflejaba los rayos de la Luna hacia todas direcciones y desde su vórtice emergió un blanco rayo refulgente que fue tomando la forma de una pequeña figura humana blanca, y de rubios cabellos. La figura se deslizó con gracia sobre las aguas hasta la orilla. Era Yasí-yateré, generado por la esencia lunar. Traía consigo un amplio sombrero de paja y un bastón de oro que hace las veces de instrumento de viento con que anuncia su presencia y que le da la juventud eterna y le concede poderes de encantamiento.

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⏰ Last updated: Jul 24, 2020 ⏰

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