Es lunes, son las siete y media de la mañana y las oficinas están desiertas. Mejor así, me digo con calma mientras salgo del ascensor y escudriño el horizonte. Parece que mi némesis todavía no está aquí. De hecho, he llegado muy pronto para ser un lunes. Aunque para mí no es un lunes cualquiera. Hoy es el lunes que marca el inicio de mi colaboración con Sebastián. ¡Vaya mierda!
Martina se detiene frente a mí justo cuando iba a entrar en mi despacho.
— Buenos días, Danna —saluda amablemente.
Es muy linda y agradable con todo el mundo. Lástima que su jefe sea un imbécil de manual. Espero que al menos eso la ayude a fortalecer su carácter.
— Buenos días, Martina —respondo con la misma amabilidad. Pero de repente me doy cuenta de que se ha quedado ahí plantada, en la puerta de mi despacho, y me mira con la boca abierta y expresión de estupor.
—¿Pasa algo? —pregunto con inocencia.
Sé perfectamente por qué me observa así.
— No —responde sin pensarlo, pero no deja de mirarme—. Es que estás... muy cambiada —se atreve a decir finalmente.
— Ya lo sé —respondo con una sonrisa.
Estoy muy cambiada, y es algo que me divierte mucho. Mina lo hizo de fábula: estoy con mechones rubios, tengo el pelo ligeramente alborotado y lo llevo suelto. Yo, que he llevado coleta durante los últimos 3 años de mi vida.
Por no mencionar que llevo un traje negro con una falda que tiene una abertura provocativa y tacones. Yo, que siempre he sido la típica mujer de los mil pantalones y los mil zapatos planos.
— Es un cambio... cómo decirlo... radical... —insiste—. Pero estás fantástica —añade rápidamente.
— Gracias.
Sé que lleva razón. En teoría, un cambio estético también debería implicar un cambio interior. Espero que así sea. Espero haber acabado de una vez por todas con los fracasados y los mediocres. Al cabo de unos segundos llega Itzan, que no hace nada por esconder su admiración.
—¿Pero se puede saber qué diablos te ha pasado? —pregunta—. No es que no estés estupenda, pero menudo cambio más radical.
— He roto con Alex —me limito a responder. Es inútil darle vueltas.
Itzan asiente.
— Eso me alegra. En serio, Danna, ¿cómo se te ocurrió juntarte con un profesor de Filosofía? —dice para tomarme el pelo.
Reconozco que tiene un punto de razón y acabo riendo.
— Qué quieres que te diga... Tengo un olfato especial.
— La próxima vez deberías elegir alguien con carácter, no tanto como tú, porque sería imposible, pero al menos la mitad —sugiere con la mejor de las intenciones.
— En realidad, prefiero estar sola un tiempo. Quiero recuperar mi vida y concentrarme en el trabajo. Llevar a Beverly me tendrá bastante ocupada durante las próximas semanas.
— Sebas también ha apuntado a Beverly en su agenda —dice Martina, perpleja.
— Lo sé —confirmo como si me diera igual.
Y en serio, me encantaría que no me importara, pero en realidad me da cien patadas. Sebastián conseguirá que me salga una úlcera antes de llegar a los 30.
— Llevaremos juntos el expediente de Beverly, tal y como ha pedido el cliente —explico a ambos.
Los dos abren la boca de par en par.
—¿Vais a trabajar juntos? ¿Vosotros dos? —pregunta Itzan—. Es decir, oí algo el viernes pasado, pero pensaba que encontraríais el modo de evitarlo.
— Sí, esa era la idea inicial, pero es algo que difícilmente se puede llevar a la práctica —admito.
Itzan y Martina se miran sorprendidos. Casi nada es imposible de llevar a la práctica para gente como nosotros dos.
— Te deseo toda la suerte del mundo —dice Itzan, riendo.
— Últimamente me lo repites a menudo. Gracias de todos modos, la necesitaré.
***
Unas horas después, Colin se asoma a mi despacho. Él también se sorprende por mi nuevo look .
— Buenos días, Danna —saluda mientras me mira fijamente el pelo.
Ni que fuera tan raro que una mujer se cambie el color del pelo. Su secretaria lo hace una vez al mes y nadie le hace caso.
— Buenos días —respondo, aunque mantengo la concentración en los datos que muestran la pantalla del ordenador.
—Tienen la sala de reuniones libre —anuncia.
Sé por qué lo dice.
— Gracias, es una buena idea. Es mejor un terreno neutral.
Colin sonríe satisfecho.
— Me lo he imaginado. Así que se las he reservado durante dos horas. La sala no está insonorizada, ténganlo en cuenta —insiste.
— Lo sé, tengo unos cuantos años de experiencia, ¿recuerdas?
Mi jefe alza la vista al cielo.
— Digamos que entre esas paredes ya dieron un buen espectáculo. Las secretarias se quejan porque desde que no trabajan juntos, todo se ha vuelto extremadamente aburrido y previsible.
— Y por eso, el hecho de que volvamos a trabajar juntos está despertando una gran curiosidad... —digo para concluir el argumento—. Pero que todo sea aburrido debería ser algo bueno en nuestro caso, ¿no crees?
— No me sorprendería que alguien pusiera micrófonos en la sala de reuniones para espiarlos. Tenían una forma de trabajar... cómo diría... fogosa —confirma mi jefe.
Observo a Colin con perplejidad.
— Bueno, no es exactamente la palabra que utilizaría, pero imagino que alguien podría pensarlo —reconozco.
Colin está a punto de irse, pero se gira una última vez.
— Que sepas que el rubio te favorece mucho.
***
La sala de reuniones está muy vacía y es sobria. Dicen que la vaciaron casi por completo en la época de mis peleas con Sebastián, porque temían que objetos contundentes volaran entre nosotros. Teniendo en cuenta cómo acabó la cosa, no iban tan mal encaminados.
Entro en la sala con paso decidido y encuentro a Sebas cómodamente sentado en una silla y hablando por el móvil. Si se hubiera tratado de otra persona, daría media vuelta para darle un poco de privacidad, pero Sebastián no merece ningún gesto de cortesía. Sin dejar de hablar, me estudia con curiosidad. Su rostro muestra una expresión indescifrable y no deja de mirarme.
— Tengo que colgar —dice finalmente—, no estoy seguro de si estaré libre en esas fechas. No puedo prometer nada ahora mismo, pero si estoy por allí me acerco a verte. Adiós mamá —concluye finalmente y cuelga.
Se guarda rápidamente el teléfono en el bolsillo y se prepara para el ataque.
— Tini me ha comentado que te habías hecho un cambio de look imponente —me chincha—, pero no imaginaba que fuera tan radical.
Tenía la esperanza de sorprenderlo, de tener al menos esta ventaja psicológica sobre él, pero su asistente tenía que decírselo enseguida, así que adiós al efecto sorpresa.
— Las mujeres cambian a menudo de peinado. No es nada raro.
— Tú no lo has hecho nunca —replica para zanjar el tema.
— Pues ahora lo he hecho y nadie dice que no vaya a hacerlo otra vez en el futuro. Estaba pensando en el rojo... ¿Acaso hay alguna normativa que me obligue a estar siempre igual? —pregunto con sarcasmo.
— Tu problema es que, a pesar del cambio externo, por dentro sigues siendo la misma de siempre. Y ese es tu drama, no lo olvides —dice con tono sabiondo.
Encima.
—¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez no quiero ser distinta de como soy? —pregunto molesta.
— Puede que no quieras, pero evidentemente tus novios quieren escapar de ti —replica enseñando el as que guardaba en la manga.
Antes de que acabe el día, tendré la cabeza de Martina en mi mesa, sabandija, eso es lo que es. Si ahora mismo le diera por segunda vez un puñetazo en la nariz, ¿alguien podría culparme? ¿O es que sus puñetazos verbales no son igual de insidiosos?
— Ya, pues dicho por el tipo que ni siquiera se acuerda del nombre de la mujer con la que estuvo anoche, parece un cumplido —respondo—. No obstante, había pensado una solución: te recomiendo que las llames a todas de forma genérica con algo tipo «tesoro», así no correrás el riesgo de confundirte de nombre. Porque equivocarse de nombre es algo de la plebe, y tú en cambio valoras mucho ser un lord, ¿no es cierto? —lo provoco.
La expresión de Sebastián se vuelve repentinamente muy intensa. Intensamente furiosa, mejor dicho. Tocado y hundido. Durante unos segundos nos observamos con una evidente antipatía. Luego decido dejar atrás el decoro.
—¿Qué te parece si pasamos al trabajo y nos dejamos de cortesías? —pregunto. Me siento a su lado y abro la carpeta de la presentación del viernes. No me da tiempo ni de sacar una hoja cuando noto que se acerca a mí.
— Antes de empezar, hay algo que me gustaría dejar claro —dice serio.
Mi silencio es una invitación a que prosiga.
— La gente como Beverly está acostumbrada a hacer negocios de una forma tradicional. Es una cuestión de relaciones y no de soluciones. Puedes tener las ideas más brillantes del mundo, pero lo único que cuenta es cómo le sirves el plato. Es un hombre acostumbrado a salirse con la suya, siempre, y espera que eso no cambie. Si propone algo es porque quiere que se haga, no para que le sugieran otras cosas. Nunca hay que poner en duda que él es quien tiene las mejores ideas.
Lo observo para comprender si cree realmente en lo que dice. Sus ojos oscuros me dicen que ahora habla en serio.
— Entonces no entiendo para qué nos paga. Si él solito ya es una persona tan capaz... —comento pronunciando las palabras lentamente.
Sebastián se pone nervioso con mucha facilidad.
— No seas tonta, sabes perfectamente cómo funcionan las cosas. El secreto está en sugerirle alguna idea que luego él presentará como si fuera suya. Solo tenemos que
dejarlo caer.
— Bromeas, ¿no? ¡No tengo la más mínima intención de contribuir a los delirios de grandeza de un viejo snob de mala muerte! —digo furiosa.
Sebastián resopla.
— Siempre lo mismo, ¿no? Para ti se trata de una guerra de clases —me acusa.
Aparto con rabia un mechón de pelo rebelde que me cae constantemente en los ojos.
— No es en absoluto una cuestión de clases, sino una cuestión de inteligencia: si pagas a un experto es para recibir su opinión. Si eres capaz de resolver el problema tú solito, entonces no necesitas ayuda —explico con vehemencia.
— Muy bien, pues hagamos una cosa. Propongo un periodo de observación antes de tomar cualquier decisión durante el que podremos valorar atentamente a Beverly y su modo de razonar, y luego volveremos a hablar de esta cuestión fundamental. Porque todas las soluciones que se nos ocurran no servirán de nada si no sabemos presentárselas de forma adecuada.
— No te atrevas a insinuar que no sé hacer mi trabajo —le conmino.
—No insinúo absolutamente nada, ¡es un hecho fehaciente que tienes la sensibilidad de un rinoceronte!
—¿Yo? ¿Y qué puedo decir de ti? Vaya, la perspicacia y la sensibilidad en persona —replico mientras me inclino amenazadoramente en su dirección.
—Bueno, en cualquier caso eso es mejor que lo tuyo. ¡Te esculpieron en granito el día que naciste!
—¿Acaso estás celoso de mi carácter, Sebastián? Solo tenías que decirlo...
Quién sabe cuánto tiempo habríamos seguido así, insultándonos, si Colin no hubiera aparecido en la sala de reuniones. Justo a tiempo.
— Que conste que he llamado a la puerta antes de entrar. Y no es por nada, pero ¿cómo
pueden oírme si gritan así?
Colin está furioso, se nota por el movimiento frenético de sus fosas nasales. Hay tensión en el ambiente, y no toda procede de Sebastián y de mí.
— Tienen dos minutos para recuperarse y presentarse bastante felices y sonrientes en mi despacho. Y cuando digo sonrientes me refiero a que quiero ver vuestras muelas del juicio mientras recorréis el pasillo —nos ordena.
Y después de decir eso, se marcha dando un sonoro portazo.
— Ups ...
La hemos cagado.
— Ya... —asiente Sebastián.
Recogemos rápidamente nuestras cosas y nos apresuramos a salir. Todo el mundo en el pasillo está quieto esperándonos. Es evidente que han estado escuchado y lo han oído todo. Intentamos sonreír y aligeramos el paso para llegar al despacho de Colin. Sebastián abre la puerta y me hace un gesto para entrar, y por una vez le hago caso sin discutir. Él me sigue detrás.
Todavía en silencio, nos sentamos en dos sillas frente a Colin, que teclea con furia porque aún está enfadado. Tras un minuto de silencio funesto, decide finalmente alzar la vista.
— Pensaba que estaba trabajando con personas adultas, pero parece que estamos en la guardería, así que les trataré en consecuencia. De ahora en adelante se reunirán fuera de aquí. Saldrán a las seis de la tarde y harán una especie de aperitivo de trabajo en algún lugar, lejos de esta oficina. Lejísimos, ¿entendido? ¡No los debe ver nadie! Sugiero algún bar de mala muerte y desconocido. Me siento tentado a decirles que queden alguna noche en sus casas, pero si no hay testigos me temo que harían una carnicería, así que por ahora me abstengo de este tipo de sugerencias.
ESTÁS LEYENDO
Por Favor, Déjame Odiarte - Dannastian
ChickLit¿Y si bajo el odio se esconde el amor? Danna Rivera es abogada especializada en gestión de patrimonios y Sebastián Obando es economista, conde y uno de los solteros de oro que aparecen en las revistas del corazón. Trabajan juntos en un banco y se od...