Prólogo

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«Dale, vamos, seguí. Dale, dale, seguí. ¡Uh!». Ramón rió tímidamente, se supo en el profesionalismo remoto mientras movía adecuadamente la escoba, por las lozas ocre en la suavidad de los olores de latte. «Este arquerito le vendría bien a Boquita». Ahora Edison escuchó, caminando endurecido con la taza en la mano, manteniéndola en el nivel preciso para no rebasar el café. «Tiene aquí, señor» dijo, con un tono como defensivo, la adrenalina amenazante de los viejos en frente de la tevé, en cuanto al partido aparentemente jurado para su equipo, los transformaba en gorilas aterradores. Le lanzó una mirada escrutadora, cargada de un aire pesado y maloliente. «Gracias pibe», respondió al silencio, que como tal era un suspenso interminable. «Podés irte», comentó. «¡Eh! ¡Ahí va Laguna!». Dijo el de al lado. Inmutó con el jugador embalsamado en un rojo chapoteando en el agua tibia de su camiseta, apretujada en el vientre y en la espalda: incesante por una corrida a destiempo, ofreciendo sus pulmones como último sacrificio, a nombre de simpatizantes abatidos. En ese grito, Alexander golpeteó la cubierta superior de la cafetera, susurró algo, nadie lo llegó a escuchar. Corrió el vaso con el café efervescente y, rápidamente, lo quitó. Vio el trágico suspiro de tres viejos, entonces comprendió que ya no había manera de ser feliz en el futuro ni de que pudieran alimentar ninguna esperanza. Sólo les quedaba ser inteligentes y sarcásticos. Los viejos rieron, recordaron las fechas inmortales de grandísimas victorias: «¡Ni nadie ha llegado a la luna como el Rojo, Neil Armstrong, Edwin y Michael siempre socios!». «¡No te olvidés de la Libertadores del 84', o cuando apareció en El Gráfico!» Siempre con una sonrisa cansada, unos ojos aniñados y rutilantes: al son de una risa triste.
— Los ojos abajo —dijo el Supervisor, apoyando su pata pesadamente en su espalda—. Es solo un partido. —Agregó con inexpresividad.
Alexander repartió el café entre Ramón y Edison, ellos siempre supusieron que la lucidez se encontraba en el sofá semanal, los café y charlas sobre las revistas Leloir, relatando asesinatos y comidas y mantras y música.
— Te llegó esto. —Edison, paralizado en el gesto pícaro de su rostro, acercando un papel a su pecho, con un enigma justamente necesario que el emisor quizá haya querido. Alexander la tomó, aunque sin haber pensado demasiado, para esa rutina nunca se requirió pensar.
Una carta con un grabado mecánico, escrito (el titulo) con una máquina de escritura recientemente recompuesta. Con un anagrama superfluo aunque adrede: Unas flores, quemadas en su delirio. «¿A esta hora?», comentó más bien mental, Alexander. Una pregunta inútil aunque enunciada para titular el suceso, giró la puertita triangular, y retiró cortésmente el contenido, con un contexto quizá enigmático por el tamaño de la hoja: «Viajan hacia el olvido. Hacia el mar, como el agua». Leyó: «Que tiembla en mis cabellos. El mar mece sus tumbas sin lápidas. Ajeno». La importancia no se debió a la extrañeza del mensaje, sino por el saber literario, un anagrama cuidadosamente examinado, matemáticamente construido de detalles y significados remotos.
Colgó la camisa en el perchero de la pared, liberó su cintura de haber estado endurecida. Saludó tímidamente a sus colegas para retirarse, al abrir la puerta sufridamente mientras la campanilla en el marco sonaba, retiró su mirada, pensó un poco en el contexto; se le ocurrió la estupidez de suponer que el contexto también jugaba una parte implícita dentro del anagrama construido cuidadosamente examinado, matemáticamente construido de detalles y significados remotos. «No te sientas mal», susurró altamente Edison, sintiéndose quizá culpable por haberle entregado enceguecido un juego intelectual. «Te aseguro, o al menos siento, que no es algo malo». «No lo podrías asegurar», dijo. «La duda es la más cruel de las verdades. Ahora asedia en mí una catástrofe». Respondió. «Anda, tu error, la línea divisoria que te convierte en destiempo es mirar el pasado con los ojos del presente. Que tu pasado remoto no te torture eternamente». Dijo, finalizó dándole la espalda, de un modo tan insultante que Alexander le horrorizó su descortesía y habría jurado matarlo.
En el transcurso, Alexander examinaba la carta, logró divisar detrás: «La reminiscencia telar de la luna viva. Ojo de bronce expectante, bajo un espiral amargo, apuntando linealmente en un objeto vivaz. Quinientos ocho. a-ad-mengua-at. Quinientos (est et sera vision, particularité de)». Alexander se cansó, el día había fue explicablemente pesado, se redujo al cielo tosco y sacó un paquete de cigarros de su bolsa. Llegando al portal, de manoteo a los fósforos tras una pila de cajas, jugueteó ansiosamente con el fósforo dando saltitos. Lo posó adecuadamente sobre su boca, tendidamente al filo de la caída, pero sostenido por la presión negra de una pantera errática, a las nueve de la noche, parado en la deriva de un portal helado.
— Yo —le dijo al timbre—, rápido. —Continuó.
Se escuchó el incómodo sonido del metal chocando piso por piso; retrocedió unos pasos, calculó el piso pero no llegó a pensar en uno; al abrirse la puerta celeste, salió él. Con una camisa arrugada, con una colilla de cigarro en el hombro, con una inexpresividad, una mirada de arrebato a sus pensamientos, enternecido por sus patas enormes aunque afables dentro del piso. Sonrió cansadamente al mirar su cigarro, rió un poco. Al abrir la puerta, tomó sus fósforos y lo prendió por Alexander y con un cuidado como de padre, embalsamado por una lentitud tierna y de ensueño, le encendió el cigarro: esbozando siempre una sonrisa posiblemente falsa aunque siempre habría quedado el rastro de él correteando por sus labios. Plácidamente le dio un abrazo y lo empujó suavemente hacia adentro, posando su mano educadamente sobre su espalda, en una presión más bien hipnotizante. En unos silencios de obra de romanticismo polonés, aguantando el apretujado espacio del ascensor, arribaron al piso. «¿Fueron los viejos, ¿cierto?». Preguntó él. «Sentí pena, vaya a saber cuánto les durará ese semblante». Respondió Alexander, apoyando su bolsa a un lado del perchero: «¿Querés un cigarro? Fumemos». Susurró, como si la bolsa estuviera grabándolo todo, o como si su Supervisor estuviera respirándole en la nuca o tiznándolo con ojo de juez. «¿Te recordó a...?». Consultó fragmentariamente. «¿A...?» Volvió a reiterar, ese titubeo infantil daba el tiempo suficiente a organizar una sucesión de respuestas lógicas. «No.» Se redujo Alexander. Y se sentó en el sofá, exponiendo una contradicción, apenado y tímido, disculpándose por haber escandalizado tanto, haber salido de la rutina sin darse cuenta y sin haber querido, ahogado por una vergüenza ineluctable. «Mejor voy a dormir». «Fue un error», susurró él, porque ahora él estaba cerca, presionándolo en su pecho, vertiendo con su esencia el estómago vacío de la desazón del abandono. «Ahora estás bien, muy bien en este rinconcito». Acercó su cigarro, también al filo de una caída salvo que apagado, y prendió el suyo con el de Alexander. Aspiró amargamente y se lo sacó, escondidamente asqueado. Él se lo sacó y lo apoyaron en algún cenicero perdido sobre la mesita. Su muslo rozaba el suyo, la pata presionaba más fuerte su camisa, las respiraciones cálidas y veloces y mágicas los embalsamó: «Tranquilo Stereo». Él, Stereo, rió tiernamente, y no se atrevió a besarlo. Solo lo observó profundamente. «Sos tan tierno, tus predilecciones, tus aristas y tus tragedias, tan enternecido de pasos errantes y seductores. Sos tan tierno». Alexander no se supo encontrar y se ridiculizó con lo que estaba previsto: «Gracias», dijo. «Muchas gracias de veras». Tomó el cigarro y aspiro con amargura y desgana, sintiendo una sequedad grisácea esparcida por su garganta. «Es todo una mierda», se animó. Stereo se vio ofendido y solo empeñó en mirarlo atentamente, diciéndole en ese aspecto suficiente, siendo estéticamente obvio. «No vos querido, no vos. Vos estás en este cuadrado, pasáme el coñac». Stereo obedeció, atizó su camisa y le sirvió, dejó el vaso a un lado del cenicero pero continuó sus pasos hasta la grabadora, puso algo de Dexter Gordon y se posó silenciosamente en la claraboya. «Si tuviéramos una buhardilla», dijo Alexander. «Tenerlo todo». Continuó él. «Codiciamos lo que vemos», dijo (él) Stereo. «En cuanto a ese diálogo cómo te va con la carrera», preguntó. «Bien», contestó. «Ah», Alexander espabiló con el cigarro y el coñac y la comodidad del sofá y la seguridad de Stereo que se volvió a sentar junto a él salvo que al son del saxofón del jazz, siguiendo los patrones de la alfombra de figuras y colores rimbombantes. «¿Vos sabés cómo es Francia?», preguntó, arraigado a una respuesta escabullida entre la tonalidad. «Me sé esa historia: Caminabas con una amiga de tu prima, abrazados y palpados de sacos y gamulanes por el fresco asesino... Prontamente llegaban a ese bar y fumaron, fumaron hasta ser sombras de faroles cerca del Río Sena, viendo los trenes y sobre todo la torre». Stereo apoyó la pata sobre su pecho nuevamente y se supo en el cuello de un pelaje oscuro, ascendiendo paulatinamente en la inmovilidad y terminó por encontrarlo en ese rinconcito tranquilo, correteando esos labios.
Se miraron apenas, soñolientos, y Alexander agitó el fósforo y lo posó adecuadamente en el cenicero, resbalando contra Stereo en un sueño pesado sin imágenes. Los cigarros apagados y el coñac vacío, la última pieza de Gordon y la luna oculta a la faceta de la claraboya, el frío extinto y las señoras y señores durmiendo, teniendo sexo los franceses en los bares: sobre todo Stereo y Alexander, cobijados uno en sí mismo inmortalizándose continuamente por músicas y besos.
Inmóviles estatuas (eso habría pensado Stereo) petrificadas al calor de su tacto, vistosamente apretados por un humo espirado, deslizándose y casi posado otoñalmente sobre el sofá. Dormido aniñadamente Alexander sobre el muslo, sepultado en los altos pliegues del pantalón, con su pata accidentalmente en la cadera, y otra colgando y moviéndose desganado como un péndulo. De a ratos Gordon se callaba, de a otros Gordon volvía con su saxo, tocando solo para esas dos figuras ahumadas. Con un sol anaranjado, entrando mística y linealmente, en una tajada: despertó a Alexander. Soñoliento se levantó y fue a bañarse, no hizo más que relajarse, al sonido incesante de gotitas caer, algunas apegadas al cristal, otras en su pelaje. Se hizo, en base a su experiencia un Submarino, con abulia, apoyó su cuerpo en el cristal, observó aún soñoliento y tiernamente al local de Pepsi, abarrotado de gente, tanto de arrabales como de oligarquía, cardados de trajes y relojes. En tanto miraba encontró el local verde, pudo apreciar, torciendo un poco su cabeza, la cantidad inmensa de postulaciones, cuales ocupaban el nombre del local, creyó leer Sopa. «Diarios, revistas, leyes, códigos». Leyó, rió suavemente, resguardándose a su espacio para no despertar a Stereo. «Si supieran tener un poco de códigos no harían lo que hacen». Aún al comentario enseriado, rió, todo era causa de un sueño tramposo. Dejó encima de la mesita unas facturas con una cartita: «Tienes que mirar Sopas», y un café Amaretto. El sol entrando aún más de lo que le correspondía, Alexander se marchó mientras que Stereo seguía en París, bebiendo y fumando, y la música al son de un saxofón alegre, las gentes caminando agolpadas en la Cámara o comprando diarios o comprando gaseosas.

LaurelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora