CAPÍTULO 12

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Leves roces de su mano en mi brazo. Risas y miradas. Sus pestañas dando sombra sobre sus mejillas y su olor. Su aroma. A vainilla delicada recién prensada, a jabón recién cocido y a aceites esenciales, entre ellos de coco. Una mezcla explosiva pero en ningún momento cansina que hacía danzar a mi nariz, queriendo investigar de donde procedía cada cual.

Cuándo la conversación era intensa la distancia que nos separaba se acortaba. Y las velas que se iban consumiendo sobre las mesas iluminaban débilmente su mirada, haciendo que sus ojos se parecieran a dos farolillos que brillaban en medio de una noche estrellada.

En escuetos y escasos momentos, pero que se me hicieron dulcemente infinitos, se acercaba para susurrarme al oído. Hasta casi pude notar como sus labios se acercaban peligrosamente a mi oreja, para casi rozarla. Provocaba que se me erizara la piel y sólo deseaba que aquel instante no acabara.

Pero sí que acababa.

Cuándo se alejaba mi cuerpo se quejaba, más bien se aceleraba. Sintiendo palpitar mi corazón, sintiendo culebrillas hasta en mi estómago.

Y no podía controlarlo.

¿Qué me ocurría?

La cena llegó a su fin cuándo los Capitanes de la mesa se levantaron alzando el vaso del que bebían.

Fue entonces cuando todos los comensales se levantaron de sus asientos para recoger sus mesas y llevar los platos a los carros de sus dueños.

Clara me ayudó a recoger lo que habíamos traído y me acompañó a llevarlo al mío.

Sus pasos parecían endebles y algún traspié que otro daba, pero me encantaba, pues para no terminar de caer se agarraba a mi brazo.

Y para mí era como un elixir.

Luego volvimos a la mesa o, por lo menos, a dónde antes estaba. Ya la habían retirado el resto de acompañantes que se sentaron con nosotros a la cena.

Enseguida, un grupo de músicos, que portaban gaitas y tambores, se colocaron a un lado mientras otro Dehum clavaba el monigote en la futura hoguera que había quedado aislada en el centro de la plaza.

El C. Carlos se puso en pie y, lo que antes era un murmullo subido de tono, pasó a convertirse en un incómodo silencio.

—Hace mucho tiempo vivíamos épocas de bonanza alimenticia. Nuestros campos nos ofrecían frutos, nuestro ganado nos daba descendencia. Y en cada casa no faltaba un plato por llenar...

Al otro lado de la plaza un fuego se encendió y ayudó a alumbrar un teatrillo de marionetas que danzaba al compás del discurso del Capitán.

—... Hasta que un verano, más caluroso de lo normal, nos trajo la peor enfermedad con la que nos podríamos topar. Los ríos se secaron y los campos se marchitaron. Trayendo consigo enfermedades en el ganado, arrasando con todo a su paso. El hambre comenzó a llamar a las puertas de nuestra gente. Era tal la desesperación que, un grupo encabezado por Juan, se lanzó al bosque en una desesperada batida de caza. Pero nuestro poblado no era el único asolado. El bosque también estaba perjudicado. Caminaron numerosos días agotados. Un día, y sin esperanzas ni fuerzas que los sostuvieran, encontraron una madriguera. No más grande que la mitad de su cuerpo. Pensó que sería de algún animal cuya carne y piel les podrían servir para tal fin. Cegados por el hambre entraron en aquel lugar. Pero lo que se encontraron fue el infierno hecho realidad. Pieles pálidas como la ceniza, dientes afilados como cuchillas y ojos rojos como la sangre. Entre zarpazos y mordiscos fue el único que consiguió escapar, no sin antes observar como aquellos seres se ahogaban al salir de ese lugar. Al llegar al poblado, y tras contar lo sucedido, nuestro gran héroe perdió la vida por aquellas letales heridas. Y fue así como dio lugar la noche de San Juan.

El Secreto De Mi PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora