Capítulo 20

93 15 6
                                    

—Papá, ¿ya te vas? —preguntó Hioba a nuestro padre, él se había ausentado por unos días y solo regresó a empacar sus cosas.

—No tengo porqué darte explicaciones —respondió descortés.

—¿Qué vamos a hacer sin tí? Mamá ya no está.

—Ya no me importa, tienes la edad suficiente para mantenerte a tí y a tu inútil hermano.

—¡Soy un adolescente!

—¡Y ya te dije que no me importa! ¡Es tu maldito problema si comen o se mueren de hambre!

Papá... ¿por qué eres así?

Me duele, papá, ¿y sabes qué es lo peor? Que no puedo decírtelo.

Aprendí a hablar conmigo mismo para simular que hablo contigo. Papi, ¡me lastimas!

¿Por qué empacas tus cosas?

Quise decir algo, pero estaba perdiendo completamente la virtud para hablar. Papá, quiero hablarte y decirte que te necesito.

—Me voy de la casa. Ustedes son una carga para mí. Ya que tu madre está muerta tengo la libertad de casarme con la mujer que se me de la gana.

Mi padre tomó todas sus cosas y las metió a su auto. Mis pequeños ojos se empañaron y comencé a sollozar.

—¡Es el cumpleaños número nueve de tu hijo, no puedes dejarlo así!

—¡Pues me vale un bledo, ustedes no son mis hijos porque no se parecen en nada a mí! ¡Son la viva imagen de su madre!

Mi padre solía ser bueno y agradable, pero cuando mamá murió, se volvió un hombre corriente y agresivo. No velaba por nosotros, se marchaba y justo en ese momento nos estaba abandonando.

Salió por el umbral de la puerta y corrí a tomar su mano.

—Pa–pa–... —titubeé.

—¡Apártate de mí, gordo estúpido! —gritó mi padre.

Comencé a llorar.

Me duele, papá. ¡Me duele mi pequeño corazón!

¡¿Por qué no me amas, papi?! ¡¿Por qué?!

¡No toques a mi hermano! —gritó Hioba. Corrió hacia mí y me levantó del suelo donde mi padre me había empujado.

—¿También vienes de marica?, ¿eh? ¡Pues púdrete como lo hace tu madre en el cementerio y nunca más vuelvas a buscarme!

—¡Papá! —gritó.

—¡Yo no soy tu padre ni ninguno de ustedes es mi hijo! —gritó también y abrió la puerta de su automóvil.

No, ¡no te vayas, papi, te necesito!

P–pa... —intenté decir.

Hioba quiso detenerme, pero corrí tras mi padre, y al caer nuevamente, mis rodillas comenzaron a sangrar. No quería quedarme sin mi padre.

No te vayas, papi, ¡no me dejes! Te necesito...

¡Te amo, papá, aunque quieras abandonarme!

¡No te vayas!

¡No nos dejes, por favor, te necesitamos! —decía mi hermano.

Mi padre se quedó callado y siguió acomodando lo suyo. Yo lloraba sin cesar.

Mi padre, quien se disfrazaba conmigo de dinosaurio y jugábamos a los dino-piratas ahora no existía. En su lugar quedó un hombre amargado, mujeriego y lleno de ojeras.

La voz que nunca sonó| Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora