Amanda Harris se puso a buscar las llaves del coche en el aparcamiento de los juzgados. Busco por todo el bolso. Apareció un recibo que hacía tiempo que buscaba y varias anotaciones del caso en el que estaba trabajando, pero no las llaves.
Estaban a finales de marzo en Black Arrow, Oklahoma, había llovido y helado y las aceras estaban cubiertas de una capa de hielo que hacía muy peligroso andar por ellas, sobre todo para una mujer embarazada de ocho meses.
Amanda oyó un pitido y un chirrido de ruedas sobre el asfalto también helado. Más pitidos e, inevitablemente, un choque. La gente no sabía conducir cuando llovía o nevaba. En Chicago, de donde era ella, la gente no se dejaba achantar por la nieve y las temperaturas bajo cero. Se abrigaban y seguían haciendo su vida normal, no como allí, que cerraban los colegios cuando amenazaba una tormenta.
A pesar de eso, le gustaba Black Arrow, sus entornos y su gente. Lo que más le gustaba, de hecho, era la gente. Se tocó la tripa y sonrió.
—Tres semanas, cariño, y podrás ver lo sorprendente e interesante que es el mundo.
Sacó el teléfono y llamó a la policía para dar cuenta del accidente, en el que ya estaban implicados cuatro coches más. Comunicaba. Debía de estar llamando toda la ciudad para informar sobre todo tipo de incidentes.
¿Y dónde estarían sus llaves?
Se tapó bien la cabeza con la capucha y siguió buscándolas. De repente y por casualidad, las vio puestas en el contacto. Intento abrir la puerto aunque sabía que era inútil. Cerrada.
Aquello no terminó con su buen humor. Le apetecia saltar, bailar y cantar. Estaba pletórica, como si pudiera correr la maratón y pintar la cocina, todo seguido.
Volvió a entrar a los juzgados para ver si estaba Albert Redhawk, el encantador bedel que solía abrir las puertas de los coches con una horquilla. Ya le había pasado más de una vez siete meses atrás, antes de irse de la ciudad.
El edificio estaba vacío. Los electricistas y los pintores que lo estaban arreglando tras el incendio que había sufrido en su ausencia no estaban. Todas las puertas que intento abrir estaban cerradas.
Albert no estaba por ninguna parte. Le iba a tocar ir andando a casa, que estaba a un par de kilómetros de allí. Decidió ir al baño primero.
Al doblar una esquina, se dio bruces contra Grey Colton, el juez más joven del Condado Comanche.
—Tranquila— dijo él agarrándola para que no se cayera.
Amanda dio un paso atrás sin sonreír.
—Creí que no había nadie más en el edificio.
—Pues no. Estamos Albert, usted y yo.
Como de costumbre, la expresión implacable de aquel hombre era para ponerse de los nervios.
—¿Sabe dónde está Albert?
—En el cuarto de calderas, supongo ¿Por qué?
A Amanda le pareció ver un brillo de disgusto en aquellos ojos marrones.
—No por nada.
El juez la miró muy serio. Amanda se controló para no suspirar. Tenía treinta y tres años y sus rasgos faciales evidenciaban su descendencia indígena. Las mujeres se volvían locas por el. A Amanda no le caía bien, pero, como trabajaba para un bufete de abogados, lo veía continuamente.
—Disculpe, pero tengo que... eh... —dijo pasando a su lado y metiéndose en el baño.
Grey Colton suspiro por la nariz. Su hermana le solía decir que, cuando lo hacía, parecía un búfalo.
Dio unos cuantos pasos hacia el ascensor, se paro y se dio la vuelta. Miro por la ventana y vio siete coches estrellados, la calle bloqueada y la salida del aparcamiento taponada. Como no parecia que fuese a pudiese ya, decidió acompañar a Amanda y Madison hasta su coche.
Sabía que no se lo iba a agradecer.
No le caía bien.
A el no le importaba. Cuando se enteró de que volvía a Black Arrow no le había hecho mucha gracia. Había algo en aquella mujer que lo enervaba. Se la había encontrado unas cuantas veces por los pasillos en aquellas semanas. Tres veces para ser exactos. Había sido educada, eso no lo podía negar, pero nada más. La verdad era que se le iban los ojos detrás de ella sin que se diera cuenta. En realidad, se alegraba de Amanda mantuviera las distancias con el.
No era su tipo. Gracias a Dios. No era que no le gustara su pelo ondulado y castaño y sus ojos verdes, aunque lo que si estaba claro era que debería estar prohibido tener unos labios tan carnosos y apetecibles.
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Las reglas del amor
RomanceDurante aquella increíble tormenta, la abogada Amanda Harris se encontró atrapada en los tribunales... y a punto de dar a luz en el despacho del juez Grey Colton. Aquel guapísimo soltero empedernido demostró ser mucho más tierno de lo que aparentaba...