Brooklyn observaba tras la ventana de su Uber el vecindario por donde transitaba, este estaba lleno de casas de un solo piso, calles descuidadas, autos destartalados, pero sobre todo, muchos restaurantes de comida rápida. Jamás había estado en Wellington, el vecindario más al sur de Los Santos. Sabía que cerca de allí se encontraba el puerto de la ciudad, pero sus conocimientos no iban más allá.
El auto se detuvo en una calle que no le pareció muy segura, sin embargo, aquello no la detuvo. Descendió frente a la única casa de dos pisos de la cuadrara, de color beige y un bonito jardín. Supo instantáneamente que aquel era el hogar de los Harmon, gracias a aquellas hermosas flores y arbustos que crecían tras una vaya blanca y suburbana.
Brooklyn permaneció algún tiempo sobre la acera de en frente, intentando descifrar cuál sería la habitación de Sydney. No pasó mucho tiempo hasta que divisó a su amiga cerrando la ventana del segundo piso, justo sobre la cochera.
—¡Bingo! —susurró, emprendiendo su camino.
Aunque la casa contaba con un corto sendero para alcanzar la puerta principal, Brooklyn prefirió saltar la cerca y caminar por todo el jardín. Luego de haber estropeado varios arbustos y desojado algunas cuantas flores, alcanzó el lado izquierdo de la cochera desde donde estiró sus manos y se colgó del techo para, después de impulsarse, terminar encima de este.
Como recién empezaba a oscurecer y la casa se encontraba en la colina, pudo presenciar desde lo alto un atardecer Santino típico. El sol era tan naranja que parecía una gran toronja brillante que se reflejaba en el Océano Pacífico, mientras el horizonte se pintaba de tonalidades azules y rojas, creando el escenario perfecto para detallar.
Luego de acercarse a la ventana que ya tenía fichada, sus manos se deslizaron por el marco para después empujarlo hacia arriba. Las cortinas del interior se bambolearon por el aire que penetró desde afuera a la vez que Brooklyn hacía lo mismo. La habitación en la que terminó era de paredes completamente blancas, algunos cuadros pastel y superficies limpias y planas.
La puerta del lugar se abrió suavemente, dando paso a una persona vestida con una bata de baño, una toalla enredada alrededor del cabello y una mascarilla verde que despedía un olor a pepino.
—¿Sydney? —preguntó Brooklyn, reconociendo aquellos ojos esmeraldas.
—¡Un ladrón! —gritó Sydney tan fuerte que los tímpanos de Brooklyn casi reventaron —. ¡Hay un ladrón en la casa! —continuó sin bajar el tono, girándose con la intención de salir corriendo, sin embargo, Brooklyn fue más rápida y la detuvo en su accionar.
—¡Calla la maldita boca, Sydney! —ordenó, sosteniendo a su amiga de un brazo para que no escapara.
—¿Brooklyn?
—¡Por supuesto que soy Brooklyn! ¡¿Quién más si no yo?!
—Dios mío, casi me matas del susto —suspiró Sydney, llevando sus manos al corazón —. Este vecindario no es muy seguro que digamos. Siempre ando precavida —afirmó, cerrando la puerta de la habitación —. Te voy a pedir el favor de usar la puerta principal la próxima vez, si no te molesta.
—Ninguna puede usar la puerta principal —aseguró Brooklyn, observando con picardía —. Saldremos por la ventana porque haremos una travesura esta noche —agregó, girando su maleta para abrirla, exponiendo varias latas de pintura en aerosol —. Quítate tu disfraz de domingo de spa y vístete como una persona normal... ¡Apúrate! —insistió al ver que su amiga permanecía con boca abierta, intentando procesar su aparición —. No tenemos toda la vida.
Sydney se deshizo de la toalla de su cabello e inició el engorroso proceso de quitar la mascarilla de pepino de su rostro. Brooklyn, por su parte, se lanzó a la cama para descansar mientras observaba el cuarto básico e impecable.
—Tengo tantas preguntas, que no sé por dónde empezar —dijo Sydney, despegando una parte de la mascarilla de su nariz —. ¿Puedo preguntarte? No quiero molestarte.
—Pregunta lo que quieras, pero sigue dándote prisa.
Sydney asintió.
—¿Cómo conseguiste la dirección de mi casa?
—Me escabullí en la oficina de archivos y le tomé foto a tu expediente —respondió Brooklyn con confianza, llevando sus manos tras su cabeza para acomodarse mejor en la cama.
Sydney dobló su columna, bajando la cabeza, y se deshizo de la toalla que sostenía su cabello. Y entonces, Brooklyn no pudo creer lo que veía. El cabello de Sydney, que aún era corto y rubio, tenía unas ondas divertidas e inusuales en ella, que siempre llevaba un estilo de liso perfecto.
—¡Pensé que tu cabello era liso natural!
—Ni cerca —afirmó Sydney, ocultándose tras la puerta del armario —. Mi madre siempre quiere verme con una apariencia refinada e impoluta, y no opina que mis ondas naturales encajen en esa descripción. Por eso aliso mi cabello cada mañana, luego de lavarlo.
—Prefiero las ondas —sostuvo Brooklyn —. Así ya no pareces Vilma. Te ves más como una chica normal.
—¿Eso crees? —preguntó Sydney, apareciendo tras la puerta del armario sonrojada y con un vestido de flores digno de una anciana de 70 años — ¿Crees que una foto con este estilo se vería bien en mi Instagram?
—¡Ese estilo se vería bien en tu Instagram y en todo lado! —exclamó Brooklyn —. Luego de la travesura de esta noche te ayudaré a tomar la foto.
—Pero no me has dicho en qué consiste la travesura de esta noche...
—¿Recuerdas a Sophie, la idiota que te empujó este mañana, tumbando todos tus libros?
—Claro, ni siquiera se disculpó. Fue bastante rudo de su parte, pero no pienso mucho en ello. Suelen sucederme cosas de ese tipo.
—Y eso es porque no les enseñas a los demás a respetarte. Eres blanda, necesitas más odio en tu corazón —rio Brooklyn, poniendo una voz profunda de narrador de película — ¿Podemos irnos ya? —preguntó segundos después.
—¡Listo! —gimió Sydney, encajando su pie derecho en una zapatilla blanca sencilla y sin tacón.
Brooklyn no tardó en levantarse con un salto para conducir a su amiga hasta la ventana a punta de empujones. Ambas salieron por allí, pisando el tejado de la cochera. Brooklyn llegó hasta el suelo en cuestión de un minuto, cayendo sobre un hermoso arbusto y arruinándolo por completo. En cambio, Sydney tardó bastante, procurando no caerse ni rasparse sus piernas descubiertas.
—Por favor ten cuidado con el jardín —rogó, sentándose en el borde del techo —. Después de mí, el jardín es lo que mi mamá más ama en el mundo.
—No me interesa —afirmó Brooklyn, sacudiendo varias hojas de su ropa totalmente negra —. ¡Vamos, salta!
—No creo que pueda —tartamudeó Sydney, viendo hacia abajo.
—¡Que saltes! —exclamó Brooklyn —. Yo te atraparé. No tienes de qué preocuparte.
Sydney cerró los ojos y saltó, terminando en los brazos de Brooklyn, quien se sorprendió por lo poco que pesaba aquella chica. Sosteniendo a su amiga, no pudo evitar verla a la luz de la luna joven. Su piel era muy rosada, cuando no usaba todo el maquillaje que probablemente su mamá la obligaba a usar, mientras sus cabellos desordenados le daban un toque más interesante. Luego de bajar a Sydney y cruzar la vaya del jardín, Brooklyn avanzó a paso ligero por la acera, sin embargo, se detuvo al no escuchar más pasos que los suyos.