Primer acto.

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Con las manos manchadas en óleo anaranjado, Harriet se ocupa de dar vida a aquel triste lienzo blanco. Los pies se mecen en la silla de su cuarto, tarareando con ciertos rastros de ausencia mientras uno de los enfermeros aguarda en la puerta. La ve hacer esto todas las mañanas, incluso en las tardes, antes de que los utensilios fuesen retirados para trasladarla al comedor comunitario y que así meriende en compañía de los demás. 

¿Quieres conocerla? 
Las voces dicen que no hay demasiada manera. 
Pero con el pasar de los años, entre traslado y traslado a lo largo de los condados de Noruega, las observaciones en el expediente resultan verdaderamente pobres.

No habla si no quiere. 
Y pocas veces quiere. 
Parece ausente la mayoría del tiempo, incluso más de lo que resulta su mirada cada vez que la miras. Es albina y demasiado compacta, tiene una melena imposible, según el enfermero que la peina, lisa pero larga hasta el área de sus delgados muslos.

¿Y esta ausencia se trataría de alguna metáfora?
No, no, para nada. 
A diferencia de otros reclusos del hospital, estaría lejos de pasantías en las alas rojas. 
No presume un alto rango de hostilidad pero... hay detalles. 

Esta historia está conformada en detalles. 

—Hey, ya es hora. 

El guardián de delantal gracioso habla, tratándose nada más que del enfermero Jones. 
Por un segundo, la mirada de la paciente parece alzarse, pero distante, se sitúa en la pared detrás del caballete. No replica, pero los pajaritos de sus paisaje han salido volando en una preciosa parvada; puede sentir su canto, el aleteo de sus emplumadas y majestuosas alas. 

Un suspiro pausado se atora en el pequeño pecho de Sigrún, oculta una sonrisita triste entre su cabello, llevándose el índice a los labios, y se mancha con la pintura cuando se muerde la uña. 
Los pies se vuelven a mecer, las medias de lana no existen en aquel plano de su mente, se siente descalza, y con el cálido sol de un atardecer de verano concentrándose en la planta de los pies. 

Si, lo siente. Siente el sol, el atardecer, el aroma a verano, flores frescas y el cántico de los pajaritos. No lo oye a él, y quiere que perdure. 
Quiere que perdure, pero entonces.

—Es hora de la merienda —y si existían voces que no podía ignorar, esa era la de Zigmund. 

El mentón de la albina se alzó hacia la silueta antropomorfa, observándolo acomodarse el saco mientras las orejas permanecían respingonas luego de haberse aplastado bajo el dintel de la diminuta casa de la que había salido. No había habitación, ni tristes paredes blancas, ni miradas desaprobatorias más que la del inmenso hombre con cabeza de conejo que ahora la miraba. 

Solos los dos, en medio de su lugar especial, el pantano radiante, que difería de toda situación indeseable en la realidad. 

—Andando, suelte eso. Está en los huesos y debe comer. 
—Subí 3 kilos en el último mes. 

La vocecita de Harriet es suave, surge como un esfuerzo algo raspado. 
Pero también es como la protesta de un crío que no acepta el regaño de un tutor. 

—Me parece que ya hablamos de esto hace un tiempo —pero aquel hombre no se andaba con rodeos. Un ápice de racionalidad, en forma del perseguidor que la acompaña. 

Es ese secreto que los demás no pueden ver. 

Ella desvía la mirada, sus claras cejas se fruncen con molestia, y se quita la mano de la cara volviendo a mirar el caballete mientras reunía ambas sobre su regazo. El enfermero la escucha balbucear a solas. 

—Tal vez si meriendas te permitan estar un segundo más.

—Pero no me quiero ir.

—Pero no te lo estoy preguntando. 

"—¿Acaso no oíste? Ya es hora, Sigrún". 

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⏰ Última actualización: Aug 30, 2021 ⏰

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El pantano radiante.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora