El ladrón (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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—Libro —expresó Juan muy solemne—, queremos saber cómo se entra al mundo subterráneo.
Aquella era la tercera vez que Juan repetía lo mismo al antiguo volumen. E igual que en las ocasiones anteriores nada ocurrió.
—No lo haces bien —se quejó Andrea.
—Ah ¿no? ¿Y qué debería hacer, lista? —repuso Juan un poco molesto.
—A lo mejor el libro no entiende la pregunta porque es demasiado larga —sugirió Carlos—. Hazla más corta.
—¿Que el libro no entiende la pregunta? —exclamó Andrea—. Claro que no entiende la pregunta, bobo. Es solo un libro.
—¡Que no me llames bobo! —respondió su amigo—. Juan, inténtalo con una frase más simple.
—Vale, vale. Haré la pregunta más corta: libro, ¿cómo se entra en el mundo subterráneo?
Los cuatro retuvieron la respiración durante unos segundos, pero de nuevo nada ocurrió.
—Ya os lo dije antes. El libro es solo un libro —dijo Andrea con cara de haber perdido la paciencia.
—A lo mejor es porque no haces bien la pregunta —sugirió Carlos pensativo.
—Eso también lo dije antes —repuso Andrea.
—El anciano se refería al mundo subterráneo como Kilion —meditó Carlos ignorando a su amiga—. Tal vez deberías preguntar por Kilion y no por «el mundo subterráneo».
—Vaya tontería —bufó Andrea.
—Tal vez tengas razón —reflexionó Juan.
—¡Claro que tengo razón! —espetó Andrea con orgullo.
—No, tú no. Carlos. Creo que tiene razón. Probemos: libro, ¿cómo se entra en Kilion?
Carlos y Juan volvieron a retener el aliento esperando que algo ocurriese, pero igual que las veces anteriores no pasó nada.
—Ya os lo dije. Es solo un libro. ¿Nos podemos volver ya al pueblo? —dijo Andrea, que se alejaba de ellos para sentarse en la hierba.
—Una última vez —repuso Carlos llevándose las manos a la espalda mientras pensaba—. Creo que no estamos lejos de conseguirlo. Hay algo aún que hacemos mal. —Guardó silencio unos segundos mientras su mirada recorría los pequeños cantos esparcidos a lo largo del sendero como si aquello le ayudase a concentrarse mejor—. El problema tiene que estar relacionado con los nombres. El mundo subterráneo no es «el mundo subterráneo», es Kilion. Y el libro seguro que no se llama solo «libro». Seguro que se llama de alguna forma. ¿No tiene el libro un nombre o algo así?
—Carlos, que es solo un libro… —se quejó Andrea, levantando los brazos con desesperación.
—Ahora que lo dices —la interrumpió Juan—, sí que lo tiene. ¿Cómo era? ¿El Libro del Pájaro? ¿De los Pájaros? No… no era así… —Observó durante unos instantes el gravado de la cobertura y de pronto se acordó—. ¡El Libro del Búho! ¡Eso es!
—El Libro del Búho —repitió Carlos—. Ahora ya tenemos el nombre de todo. Inténtalo otra vez.
Juan tomó aire, sostuvo el pesado ejemplar con las dos manos y pronunció en voz alta y solemne:
—Libro del Búho, ¿cómo se entra en Kilion?
Y de pronto, como movido por una ráfaga de viento fantasmal, el tratado se abrió y las páginas comenzaron a pasar las unas tras las otras a una velocidad de vértigo. Luego se detuvo el movimiento del pesado volumen y quedó abierto en una página hacia la mitad del tomo.
Una gran ovación de asombro surgió de las gargantas de Carlos, Juan y Laura. Andrea, con los ojos tan abiertos como su boca, se levantó de golpe.
—¡Ha funcionado! —exclamó.
—Claro que ha funcionado —respondió Carlos con una mezcla de asombro y orgullo—. Solo había que encontrar las palabras exactas.
Juan, en cambio no reaccionaba. No se atrevía a moverse por si acaso el libro volvía a cerrarse.
—¿Qué hago ahora? —preguntó sin mover un solo músculo más de los que necesitaba para hablar.
—Lee lo que pone —respondió Andrea.
—Hacedlo vosotros —repuso Juan—, porque si me muevo…
Carlos y Andrea se acercaron y se asomaron a las páginas abiertas.
De las dos que se mostraban, solo una estaba escrita. Elaboradas filigranas vegetales crecían a partir de los extremos de la letra mayúscula con la que el breve texto comenzaba. A continuación de esta, el texto se desarrollaba con letras negras y alargadas mucho más trabajadas que las que Juan había visto la noche anterior. La caligrafía mostraba una elaboración superior y los caracteres tenían un tamaño mayor.
—Bueno, ¿qué es lo que dice? —preguntó Juan ansioso.
—Pues dice… —comenzó Carlos a leer—. Sss… Solo… Solo la ref… restauración deee… Solo la restauración de la confff… Solo la restauración de la confianza perdida a… ablandará looos co… corazoneees… de quienes a… dictarooon la nu… nueva ley.
»Solo la restauración de la confianza perdida ablandará los corazones de quienes dictaron la nueva ley».
—¿Qué rayos quiere decir eso? —exclamó Andrea.
—No tengo ni idea —contestó Juan.
—Yo creo que es una adivinanza —sugirió Carlos.
—¿Es una broma? ¡Una adivinanza! —exclamó Andrea, que de golpe había perdido todo el interés y comenzaba a mostrar impaciencia y frustración—. ¿Todo esto por una adivinanza?
—¿Pero no te das cuenta? ¡Es alucinante lo que acaba de pasar! —dijo Carlos sin perder un ápice de entusiasmo.
—Sí, sí, ha sido alucinante. Pero seguimos sin saber cómo se entra al Kagul ese —se quejó Andrea.
—Kilion —corrigió Juan.
—Lo que sea… ¿Y ahora qué hacemos? —repuso Andrea.
—Pues intentar resolver la adivinanza —contestó Carlos entusiasmado con la idea.
Pero antes de que nadie pudiese decir nada más, el libro se cerró con un fuerte golpe.
—¡Eh! ¿Qué has hecho? —exclamó Andrea.
—Nada. No me he movido, lo juro. Se ha cerrado solo —repuso Juan.
—Fantástico… ¿Y ahora qué hacemos? —se quejó Andrea—. ¿Alguien se acuerda al menos de lo que decía la adivinanza?
—Yo creo que me acuerdo —intervino Carlos—. Solo… la restauración de la confianza perdida… ablandará el… no… los corazones de quienes… dictaron la nueva ley.
—¡Sí! Eso es. Muy bien, Carlos —exclamó Juan.
—Vale, chicos listos, ¿y cuál es la respuesta? —inquirió Andrea.
Juan se encogió de hombros, mientras dejaba deslizar entre las yemas de los dedos las amarillentas páginas del libro, intentando buscar la página por la que había estado abierto. Entre tanto, Carlos caminaba en círculos al tiempo que reflexionaba en voz alta.
—Hemos preguntado cómo entrar en Kilion y el libro ha respondido que hay que volver a restaurar la confianza perdida de los que pusieron una ley nueva.
—Ya, ¿pero qué ley es esa? —preguntó Juan.
—El viejo ciego nos contó que —rememoró Carlos—, tras la derrota de Enerim y la destrucción de la Gran Lámpara, la entrada a Kilion fue prohibida a los hombres por la traición de uno de ellos.
—¿Cómo te acuerdas de todo eso? —exclamó Andrea.
—Porque yo escucho… —repuso con una mueca de indiferencia—. En fin, como iba diciendo, el nuevo rey aprobó una ley que prohibía la entrada al reino subterráneo a los hombres, sin duda por haber luchado del lado de su enemigo. Es decir, que los duendes ya no confían en los hombres a causa de su traición. Y si los hombres no pueden entrar en el reino subterráneo es porque el nuevo rey aprobó esa ley que lo prohibía.
»Por otro lado, el enigma con el que el libro ha respondido a nuestra pregunta habla de la confianza perdida y una nueva ley. Entonces, quiere decir que para entrar en Kilion ¡hace falta que los duendes vuelvan a confiar en los hombres! —concluyó con gran entusiasmo y aspavientos al comprender que había resuelto la adivinanza.
—Muy bien —dijo Andrea con una mueca de ironía—. ¿Y cómo logramos que los duendes vuelvan a confiar en la humanidad?
—Eso ya no lo sé… —contestó Carlos, perdiendo de golpe todo el entusiasmo y bajando la cabeza.
—¡Ves! Ha sido todo muy espectacular, pero no ha servido para nada —dijo Andrea haciendo ademán de volver al pueblo—. Hemos perdido el tiempo. ¿Ahora podemos volver?
—Estamos otra vez bloqueados —añadió Juan—, y es ya un poco tarde. Estoy de acuerdo con Andrea, hay que regresar al pueblo. Mañana podremos seguir pensando en lo que el libro nos ha respondido. Tal vez haya algo… Algún detalle que se nos escapa.
Carlos aún meditó unos segundos más, pero no tardó en afirmar con la cabeza, haciendo ver que él también estaba de acuerdo. De modo que los cuatro niños se alejaron de la roca de vuelta a sus casas dejando el monolito de nuevo solo en el bosque.
O al menos así era en apariencia, pues en realidad dos pares de ojos habían observado todo lo que allí había pasado desde el principio. Ocultos entre las sombras proyectadas por el follaje de un elevado árbol, una ardilla y un cuervo miraban cómo los cuatro niños se alejaban hasta perderse en la espesura del bosque.
—Tienen el libro —dijo al fin el roedor.
—Ya lo he visto —espetó el grajo con sequedad.
—Y tienen el poder para usarlo.
—También lo he visto. Pero no saben cómo hacerlo.
—No saben cómo usarlo todavía, querrás decir —intervino una tercera voz procedente del pie del árbol.
Ambos animales miraron hacia abajo y vieron que un zorro se les había unido.
—Es una cuestión de tiempo que aprendan a hacerlo. Por eso ese cachorro humano podría sernos útil —sugirió el zorro.
—Eso está fuera de toda discusión y lo sabes —le contestó el cuervo con firmeza—. Ya lo hemos hablado y nada ha cambiado desde entonces.
—Pero él… —insistió el raposo.
—¡No! —le cortó el grajo—. Conoces la ley tan bien como yo. Nuestra relación con todas las criaturas del mundo exterior terminó hace muchos siglos. Bastante caro lo pagamos todos la última vez que nos mezclamos en sus problemas. Eso no volverá a pasar. Parece que los milenios hayan hecho volátil tu memoria. O puede que sean tus sentimientos por esa ninfa los que hacen que olvides con facilidad tus deberes y tu lugar.
El zorro lo miró en silencio por un largo rato. La cólera brillaba en sus ojos, pero no dijo nada. Agachó la cabeza, se dio la vuelta y desapareció entre la maleza del bosque.
—¿No crees que has sido muy severo con él? —preguntó la ardilla—. No es fácil para él todo esto que está pasando.
—Tal vez, pero prefiero ser claro, aunque suene muy duro, para que no tome la decisión equivocada como hizo en su momento otro inmortal que tú ya sabes —respondió el cuervo—. Sus actos podrían costarle muy caro.


Cuando los niños volvieron al pueblo, aún hablaron un poco más sobre el tema hasta que sus padres respectivos los llamaron para ir a casa.
En cuanto llegó, Juan dejó el libro sobre la mesa de su habitación y bajó a cenar con su familia. La cena fue más silenciosa que de costumbre. Samuel y Sofía trataron de saber algo de lo que sus hijos habían hecho ese día, pero estos estaban tan metidos en sus propios pensamientos que apenas lograron sonsacarles algún monosílabo.
Estaban ya recogiendo los platos cuando un fuerte ruido proveniente de la planta de arriba sobresaltó a todos.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Sofía.
—¿No venía de tu habitación? —preguntó Samuel a su vez, señalando con la cabeza a Juan.
Todos miraron hacia el techo y contuvieron la respiración esperando a ver si oían otro ruido.
—¿Dónde está el gato? —intervino Sofía, mirando en torno suyo como si se hubiese dado cuenta de alguna obviedad—. Juan, no habrás subido al gato a tu habitación, ¿verdad?
—¡No! Jo, que yo no he hecho nada —respondió ofendido por la falta de confianza de su madre.
—Anda, sube a ver qué ha sido.
Juan obedeció un tanto contrariado y subió las escaleras de mala gana, seguro de que él no tenía nada que ver con aquello.
—Si el gato ha hecho algo en mi habitación —se dijo—, lo voy a…
Pero no tuvo tiempo de terminar la frase porque, al abrir la puerta, se encontró con que el cuarto del que había salido hacía poco más de media hora no era ya el mismo.
Las dos estanterías que se apoyaban contra la pared de la izquierda habían sido vaciadas por alguna fuerza desconocida, y ahora todos los objetos que antes se guardaban allí se esparcían por el suelo, algunos de ellos rotos. Su cama estaba revuelta, la puerta del armario abierta y parte de su ropa tirada por el suelo. La lámpara de la mesilla había sido arrancada de su lugar y lanzada contra la pared del otro extremo de la habitación y la cómoda tenía rayones, como si unas garras hubieran arañado toda su superficie.
Pero lo que le dejó más atónito fue ver al gato de la casa, Glaucopis, de pie sobre el libro que su abuelo le había regalado, que aún reposaba sobre la mesa. Tenía las patas rígidas como maderos, el pelo del cuerpo erizado como un puercoespín, respiraba con agitación y tenía los ojos clavados en algún lugar bajo la ventana.
Siguiendo la trayectoria de su mirada, Juan se topó con el duende de cola de zorro que habían visto el día antes en el bosque. Este respiraba también de forma agitada y mantenía las piernas en tensión, listo para saltar o echar a correr en cualquier momento.
Sin embargo, cuando vio a Juan, su postura se relajó y se apoyó sobre la pared, con aire de indiferencia, a la vez que señalaba al niño con el dedo y lanzaba un gesto al gato para que mirase en aquella dirección.
—¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Juan al fin.
Glaucopis, sorprendido al escuchar la voz, giró la cabeza en dirección al niño, momento que el duende aprovechó para intentar acercarse a la mesa con su huesudo brazo alargado hacia el libro. Sin embargo, el gato, pese a no mirar en aquella dirección, pareció darse cuenta y, con un rápido movimiento, se volvió de nuevo hacia él y lo paralizó con un bufido lleno de ira. El muchacho, asustado, dio un paso atrás.
—¿Qué hacéis en mi habitación? ¿Por qué está todo por los suelos? —dijo con evidente enfado.
—Creo que nos han pillado, viejo amigo, así que será mejor que nos calmemos —repuso el duende.
—¿Que nos calmemos? —repitió Juan, ahora sí muy enfadado, pero intentando no elevar demasiado la voz para que no lo oyesen en el piso de abajo.
—Sí. Un poco de calma nos vendrá bien a todos —reconoció el inmortal—. Creo que todo esto necesita una explicación.
—¡Ya lo creo! —exclamó Juan al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.
—Siento mucho lo que ha pasado en tu habitación, pero no es culpa mía. Es de ese felino demoniaco —dijo señalando al gato—. Yo solo venía a tomar prestado tu libro.
Glaucopis, como si comprendiese lo que aquel decía, bufó de nuevo.
—Deja de bufar todo el tiempo, viejo gato —le espetó el duende con desprecio—. El libro iba a devolverlo. No voy a quedármelo. Solo era un préstamo. ¡No soy un ladrón!
—Juan, ¿va todo bien arriba? —sonó de pronto la voz de su madre desde el piso inferior.
—¡Sí, mamá! Ahora bajo —respondió. Luego miró el desastre de su cuarto y, lamentándose, se dijo—. Madre mía, pero ¿qué voy a hacer ahora? Si mamá viene y ve este desastre estaré castigado durante un mes al menos. Y si te ve a ti… —dijo señalando al duende sin saber cómo acabar la frase.
—Ese es el menor de tus problemas, niño humano. Cuando el hambre se despierte en el dragón, el castigo de tu madre ya no tendrá importancia, porque cuando eso ocurra ese monstruo bajará aquí, a vuestro poblado, y lo destruirá todo —repuso el inmortal—. Pero podemos evitarlo si permites que me lleve ese libro.
—¿El libro? —dijo Juan sorprendido señalando el viejo volumen que su abuelo le había regalado—. ¿Ese libro?
—Sí. Ese libro.
—Entonces… —comenzó Juan a decir mientras examinaba el revoltijo en el que su habitación se había convertido— ¿has destruido mi habitación para robarme el libro cuando este estaba encima de la mesa bien visible?
—Que no —respondió el duende un poco enojado al sentir que nadie le escuchaba—. Que no he venido a robar nada. Solo a tomarlo prestado para romper el hechizo que ata a la ninfa en la forma del dragón… Pero Glaucopis no me ha dejado. Así que te imploro a ti, pequeño humano…
—¿Conoces el nombre de mi gato? —lo interrumpió Juan muy sorprendido al escuchar el nombre del felino.
—Sí… bueno… Para empezar, no es tu gato. Es el gato de… —el duende se detuvo un instante, pensativo. Luego esbozó una leve sonrisa, que tenía más de malicia que de alegría, y dijo—: ¿No sabes quién es en realidad «tu gato»?
Miró a Juan con intensidad. Pero este, como toda respuesta, tan solo logró titubear sin lograr decir nada. Entonces, el inmortal, con la satisfacción de quien se sabe ganador, añadió.
—¿Acaso no sabes que «tu gato» no es un gato?
—Eh… No… —dijo Juan con hilo de voz al tiempo que miraba de reojo al felino—. Pero… si no es un gato, ¿qué es?
—Glaucopis, el de los Ojos Brillantes… Se hace llamar así entre los humanos, aunque en realidad…
—¡Es suficiente, Hul! —dijo de pronto el felino para gran sorpresa del niño.
El animal se irguió, sentándose sobre sus dos patas traseras y, con cuidado de no dañar el libro y sin quitar el ojo al duende, añadió:
—Prefiero ser yo quien te lo cuente, Juan.
—¡Hablas! —exclamó Juan al fin.
—Sí. Hablo. Porque, como Hul te ha dicho, no soy lo que aparento ser.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora