Capítulo 37

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De camino a San Francisco, la mayor parte de las cosas que Eric había hablado con su madre y con Gabriela, fueron respuestas tácitas a las sugerencias que ambas tenían sobre su trabajo. En otras ocasiones lo permitía por respeto, pero también sufrió de un reverendo golpe de realidad al darse cuenta de la calma que había en las típicas peleas de Martin con Carol, de Carol con Arthur, y de Carol con los tres al mismo tiempo.

Al entrar en la oficina la mirada que lo recibió fue la de su fatigado padrastro, que estaba firmando de una carpeta, con su asistente sentada en su escritorio. Este carraspeó y la mujer, que percibiría seguramente poco menos de treinta años, fingió que examinaba unos papeles.

—Estoy acomodando todo en la sala de juntas —dijo, señalando la puerta con el dedo pulgar.

—Listo, avíseme en cuanto le haga llegar esos documentos al contador —sonrió Josh, que se levantó y fue a alcanzarlo.

La secretaria pasó por su lado sin mirarlo apenas, con las largas uñas apresadas de la carpeta que tenía entre las manos. Josh, esbozando una sonrisa, le puso ambas palmas en los hombros.

—Sé que viste el artículo en The Journal, y solo quiero decirte que estoy muy orgulloso de ti —espetó.

—Sí, mamá me tuvo que llevar el ejemplar hasta Duns.

—Lo siento, tampoco esta vez pude convencerla de no ir. Ya sabes a ese cabrón de...

—Perdón, tu secretaria estaba sentada en tu escritorio, y me gustaría recibir alguna clase de explicación.

Joshep hizo una mueca y se puso las manos en la cadera.

—Lo que es lo que viste —sonrió—. Estaba recargada en mi escritorio.

—Mmh.

—Hijo, me admira mucho tu temple, incluso más que el de mi propia sangre, pero no tienes que satanizar un comportamiento amistoso.

—Si hubiera sido una simple toma de confianza hacia el esposo de mi madre lo vería como tal, pero entré y los centímetros que los separaban, desde la distancia de la puerta, parecían invisibles.

Josh no dijo nada y apretó las quijadas como si sus pensamientos estuvieran manifestándose.

—Llama a la puerta para la otra.

Aquello sonaba a un cortocircuito, pero no apartó la mirada. Lo examinó atentamente, pensando en todas las veces que se había preguntado de dónde su madre estaba interesada en una empresa de bienes raíces y construcción. De joven, cuando él era un niño, solía dar clases en una escuela y la diferencia entre esa mujer y esta, que le cuidaba los pasos, resultaba catastrófica.

Asintió, confirmando la verdad.

Alguien taconeó a sus espaldas. Por el olor del perfume y la pulcritud del silencio, se aseguró de que era Diane.

—La junta los espera —les dijo a los dos y los dejó a solas.

Por espacio de cinco minutos, tuvo el presentimiento de que se armaría una guerra campal en los pasillos de presidencia. No obstante, se mantuvo expectante en su propia oficina, aguardando por una tromba de quejas y lágrimas por parte de su progenitora.

Quien entró fue la temida Diane, que hacía años había cambiado el apellido Wolfe por Italo, con la aciaga separación de unos millones de dólares.

—Cuando estemos en la junta, aparta tus miedos sentimentales de lo que tengas que decir. Esa chica trae un abogado y seguro van a querer agregar cláusulas a todos esos ridiculismos que le permitiste.

—Disculpa, mamá, ¿hay algo que quieras decirme?

Apretó los puños.

Diane entrecerró los ojos y caminó dos pasos, cerrando la puerta a sus espaldas. Se mantuvo digna e impertérrita mientras se sentaba frente a él, del otro lado del escritorio, como si tuvieran una relación de cliente-servidor, y no de madre-hijo.

—Le pedí discreción. De ahí en fuera, lo que yo decida para mi matrimonio preferiría que se quedara dentro de él.

—O sea que, básicamente, tengo que hacer de la vista gorda.

—Realmente no viste nada.

—El hecho de que hayas pedido discreción me confirma lo que sospeché. Qué importa lo que vi.

Sin parpadear ni cambiar de postura, Diane suspiró. Miró un instante hacia abajo, se rascó la frente con sus perfectas uñas y le ofreció una máscara fría, una sonrisa pausada y ese mohín que siempre había interpretado como sufrimiento.

—Me vas a perdonar la insolencia, pero ¿por qué se fue papá?

—¿Qué estás pensando?

—Estoy pensando que nunca eres sincera conmigo... —Apretó los ojos y se irguió—. Tienes razón, madre, no te preocupes. Es tu vida y si quieres ser una cornuda, voy a respetarlo.

Antes de cruzar la oficina Diane se levantó de golpe y le sujetó el brazo, aunque no se la veía muy enojada.

—Tu padre nos dejó para vivir una aventura, y de eso no se come, Eric. Gracias a Josh fuiste a las mejores escuelas, te criaste en barrios seguros y jamás pasaste necesidades.

Ante su diatriba no le quedó de otra que mirarla, esta vez con compasión. Pese al enojo de la imagen de la secretaria con Josh, tampoco podía juzgar a su madre.

—Entiendo —dijo, y era la verdad—. Voy a hablar con Maggie antes de la junta. De verdad tengo ganas de verla.

Lo había dicho con soltura y pasión, sin quererlo. Diane se dio la vuelta y frunció las cejas.

—Yo soy la que no entiende.

—Maggie es una buena persona, madre. Es... Solo quiero verla. Ahora nos vemos.

La dejó allí unos segundos, pero notó que caminaba detrás de él apenas dejar la oficina. Al alcanzarlo, susurró sin más—: No lo eches a perder, es todo lo que te pido.

Adoptó su papel regio y se adentró primero en la sala de juntas. En la enorme mesa había cuatro personas del lado izquierdo y dos del lado derecho. Maggie estaba junto a un hombre relativamente joven, con su pelo suelto y bien arreglado. Llevaba puestos un par de sus pendientes extravagantes, pero el resto de su indumentaria era, como diría su madre, adecuada para la ocasión. Un saco conformaba el conjunto de la parte de arriba y cuando se levantó a saludar a Diane, notó que traía puestos pantalones.

Eric hizo un recuento de las veces que había visto sus piernas torneadas y sus hombros pecosos. Era muy bonita así, tan seria y cubierta de tela, pero por muy extraño que se sintiera, en cuanto se miraron a los ojos, extrañó a la chica de pelo revuelto, shorts, blusas o faldas ondeantes. La oficina era gris y el ambiente carecía de la luz suficiente, pero igual Maggie desencajaba.

—Qué eternidad la de este día —dijo sin pensárselo, y le dio un beso en la mejilla para saludarla.

Desde su lugar, Maggie lo miró y Eric sintió que algo se activaba dentro de su cuerpo, justo para ignorar a su padrastro, que entró y cerró la puerta.

—Buenos días a todos —saludó Josh.

Eric le sonrió como si la escena anterior no hubiera tenido lugar y clavó su mirada en Carol, que se dispuso a apagar la luz con el control y poner inicio a los videos que conformaban la presentación de ese día. 

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