Te colaste por mis venas [Diosito/Pastor]

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Miguel ingresó al pabellón de Coco caminando con desgana, sus pasos lentos, como con grilletes en los tobillos. El tiempo en Puente Viejo había hecho mella en él, y toda la desesperada planificación por volver a ser libre lo tenía tenso. La sensación de encierro lo acompañaba a todos lados, le sacaba la respiración y el sueño, pero sólo tenía en mente escapar.

Coco lo había invitado a celebrar por el éxito de su negocio. El pabellón que hacía de casa de familia estaba iluminado por luces de colores, había música a un nivel regular y botellas de cerveza en cada superficie. Si el lugar le causaba claustrofobia normalmente, en ese momento era peor. Sólo quería irse.

Mario también estaba ahí, escudriñándolo tan pronto como puso un pie adentro. A Miguel no le intimidaba su mirada. No le debía nada al Borges mayor y aún si le guardaba rencores, podían solucionarlo en cualquier momento, mano a mano, sin mentiras de por medio. Ya se conocían, y a Miguel ya no le importaba lo que pudiera hacerle.

Tomó asiento y sólo entonces reparó en la persona que lo miraba desde el otro lado de la habitación. Una mesa larga lo separaba de Diosito, que estaba de pie junto a su hermano. La cruz de luces fucsias a su espalda enmarcaba su figura de hombros anchos, su silueta era apenas una sombra de cabello inconfundible. Se movía al ritmo de la música alegre, un vaso lleno hasta el borde en mano, pero había una inquietud en su rostro. Y se debía a él, mas bien, a lo que había visto de él.

Miguel sabía que tarde o temprano iba a tener que hablarle en privado, seriamente, asegurarse de que no fuera a abrir la boca, pero ciertamente estaba exhausto, quería dormir, y no creía que fuera el momento indicado por mucho que corriera el riesgo de ser delatado. Coco quería paz esa noche, y no sería Miguel el que se la quitaría.

La alegría a su alrededor no conseguía contagiarlo, al contrario, sólo lo desgastaba más con cada segundo que pasaba. Como si eso no fuera suficiente, había vuelto a caer en la adicción, por lo que debía hacer un esfuerzo monumental por concentrarse. Y Diosito no dejaba de mirarlo, casi con la misma cizaña de su hermano, pero con algo más. Siempre había algo más cuando lo miraba, algo que nunca le había gustado a Miguel, que se le metía debajo de la piel y se arrastraba por su cuerpo como cucarachas.

Ahora todo se trataba de confianza entre los dos. Guardaban secretos que podrían arruinarlos fácilmente, y dependían del otro para estar a salvo. No les quedaba nada más que confiar, pero ¿cómo podían hacerlo?

Si fuera por ellos y la manera en la que habían resuelto sus problemas allá en San Onofre, alguno debería estar muerto.

Las tensiones entre los Borges y Miguel no impidieron el correr de la noche. El rock animado fue reemplazado por una cumbia lenta, un acordeón bajo llenaba su oídos mientras fumaba, moviendo el pie parsimoniosamente ante un ritmo pausado. Fue en ese momento que Diosito finalmente se acercó.

—¿Cómo andamo'? —preguntó con retintín, reclinándose en la mesa con los codos para estar a su altura. Miguel supo al instante que estaba drogado—. Otra ve' de joda nosotros. Sabe' que te conozco hace mucho y nunca te vi sonreír, onda, feliz —movió el vaso que tenía en la mano y volcó un poco de su contenido sobre el mantel de plástico—. Mirá como disfrutan ellos, loco. Mirá.

Diosito hizo un ademán hacia sus costados, y Miguel echó un vistazo sin real interés. Coco era el único que estaba de pie y seguía bailando en círculos, al parecer ignorante de lo que pasaba a su alrededor. Mario estaba sentado en un sillón negro, dormitando, y los demás estaban en la suya, sin prestarles atención.

Miguel devolvió la mirada a Diosito, encontrándose con su sonrisa insistente. ¿Se había olvidado el pibe de que lo estuvo mirando mal toda la noche?

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—Estoy disfrutando —contestó, su voz ronca de tanto fumar.

—Sí pero no se nota —Diosito se enderezó y le extendió la mano libre, moviendo los dedos para que la tome—. Vení, vamo' a baila'.

—No, dejá.

—Daaale, un ratito.

La piel de Diosito, sudada, tenía un brillo rosado por las luces, y la forma en la que se movía hablaba de ansiedad. De exigencia. Hizo un par de movimientos más con la mano, y como Miguel seguía en su lugar sin hacerle caso, lo tomó del antebrazo y tironeó de él. Si no fuera porque Coco estaba en la misma habitación, Miguel le habría dado vuelta la cara de una piña, pero Coco sí estaba, y no podía permitirse armar un escándalo, no esa noche y menos en su pabellón. Lo último que quería era levantar sospechas, y le convenía estar en buenos términos con Diosito.

Exhaló por la nariz con fastidio y se dejó jalar fuera de la silla después de tirar el cigarro y aplastarlo con el pie, quizás con un poco más de fuerza de la necesaria, casi un pisotón. Diosito, consentido, lo guió entre risitas hasta que estuvieron de pie frente a la cruz. Una vez en la pista de baile improvisada, Miguel frunció el ceño, sintiéndose incómodo. No había tomado lo suficiente, y lo que sea que Diosito quería de él le resultaba molesto. No podía creer que fuera tan persistente. Si no fuera porque guardaba las memorias, creería que el tiempo no había pasado en lo absoluto, y todavía estaban en San Onofre; el pibe haciendo de todo por llamar su atención, contentándose con el más mínimo gesto como un chico, corazoncitos revoloteando en sus ojos.

Debería estar muerto.

—No sé bailar.

—Se aprende, Pastor, todo se aprende —Diosito se agachó para dejar el vaso en el suelo y volvió a estirarse—. Con práctica y dedicación. El que... El que persevera alcanza.

Miguel chasqueó la lengua y le dio una mirada dura a Diosito cuando intentó ponerle una mano en la cintura. El pibe sólo se rió al ser rechazado, mostrando las palmas en señal de rendición. Luego aceptó juntar las manos con Miguel, palma con palma, dedos entrelazados a la altura de los hombros. A pesar de ser de madera para el baile, el ritmo le resultaba familiar. No les fue difícil seguirlo. Comenzaron a moverse con pasos cortos, casi con torpeza, y Miguel evitaba en todo momento que Diosito se acercara demasiado.

Para Diosito siempre había sido obvia su reticencia, pero en lugar de espantarlo, sólo lo atraía más.

—¿Por qué es tan difícil que confíes en mí, loco? —Aunque no necesitaba acercarse para ser escuchado, Diosito se inclinó para hablarle al oído—. ¿No ves que yo daría todo por vos?

Miguel volteó la cara, evadiendo el roce de su mejilla como si le provocara dolor físico, y lo miró fijamente sin emitir ni un sólo sonido, escéptico. No quería gastar palabras que, de todas maneras, iban a entrar por un oído de Diosito y salir por el otro. El pibe no necesitaba de una respuesta más clara que esa.

Diosito ladeó la cabeza, sus labios fruncidos, esta vez el rechazo escociéndole un poco.

—¿Ves? ¿Ves lo que te digo? Siempre igual vos, no cambiás más —a pesar del reclamo, había más afecto en sus palabras que molestia, así como alguien hablaría de una persona por la que sólo siente cosas buenas—. Me rompés el corazón.

Sin poder evitarlo, Miguel resopló con una sonrisa, desviando la mirada a un costado. Las boludeces que decía el pibe... Tal vez sí había tomado bastante, y tenía la mente suelta, una sensación pastosa en su boca. Diosito captó el gesto y murmuró divertido, como si lo hubiera atrapado. Estaba peligrosamente cerca pero no se sentía amenazado por él, sus movimientos guardaban una complicidad que no le generaba un rechazo inmediato. No se parecía en absoluto a lo que habían tenido antes, eso que fue tan grotesco e invasivo.

BOCADITOS | EL MARGINALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora