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Al fin, después de tanto tiempo, había encontrado un buen lugar para vivir y, sobre todo, que me permitieran tener animales. Eso era lo más importante para mí en esa búsqueda de un nuevo hogar. Llevaba ya mucho tiempo deseando poder adoptar un perro y en mi antiguo departamentos no permitían mascotas. Si hay algo que nunca entendí fue ese pensamiento casi inhumano. Todos necesitamos y merecemos poder tener a nuestro lado a un compañero de cuatro patas. Los gatos no son mucho lo mío, pero hasta hubiera sido capaz de adoptar uno si al menos me lo hubieran permitido. Pero no, nada de animales.

De camino a la perrera, pensé si sería mejor un macho o una hembra. No me decidía por ninguno, pero sabía que tenía que haber una conexión entre nosotros, sino la cosa no funcionaría.

Siempre fui de llevarme demasiado por las conexiones, ya sea con los humanos como con animales. Ah, y también con las plantas. Creo que estas últimas son las que más necesitan de esa energía positiva para sobrevivir. Algunas especies necesitan más de eso que del sol. No está comprobado científicamente, pero yo opino que sí, que es así al 100%.

Al entrar al lugar, todos los perros empezaron a ladrar como locos y me asusté un poco. El señor que me atendió parecía cansado y desganado, su energía no era para nada positiva, pero yo no iba a dejar que nada ni nadie oscureciera ese momento tan esperado por mí. Se presentó como el veterinario de guardia; me guió por una puerta atrás del mostrador y caminamos por un pasillo largo. A medida que avanzábamos se escuchaban más fuertes los ladridos. Un gato apareció de la nada y comenzó a deambular entre mis piernas.

—Ese es Lucky —dijo el señor energías negativas—, lleva aquí más años que cualquier otro, hasta más años que yo. Dicen que los gatos tienen siete vida, este debe tener como treinta.

Al abrir la puerta del final del pasillo, mis ojos empezaron a ir de acá para allá observando todas las jaulas. Había más de veinte perros, todos diferentes: grandes, chiquitos, flacos, gorditos y peludos... A uno marrón le faltaba la pata derecha de adelante, pero eso no le impedía mantenerse en pie. También había uno gris, tan grande que casi no entraba en la jaula. Le pregunté al veterinario si estaban siempre así encerrados o si los dejaban salir.

—Salen de a tandas al patio varias veces al día. Intentamos que caminen y se mantengan un poco en movimiento. Cuando se sienten muy encerrados, algunos dejan de comer y eso no es para nada bueno.

Me acerqué a uno que parecía barbincho, color gris oscuro y ojos marrones, pero al extender la mano me empezó a gruñir.

—No es malo, solo que tiene miedo —me comentó el veterinario, mientas se acercaba con un poco de alimento—. Lo encontramos hace unos días y aún no se adaptó del todo. Cada dos días viene un grupo de chicos a jugar con ellos, los sacan a pasear con correas y les muestran que están a tiempo de recibir amor.

Mientras lo escuchaba, continué caminando y observando. Todos me parecían hermosos, pero ninguno llegaba a transmitirme lo que yo quería sentir. Entre los ladridos de los más rebeldes, escuché un aullido agudo y diferente. Busqué por todas las jaulas, prestando atención, hasta que lo vi. Era un pequeño callejero de ojos marrones claros. Su cuerpo estaba cubierto de pelo largo con manchones negros y grises. Tenía una carita que podía derretir el corazón del ser más frío. Me acerqué despacio, extendiendo la mano, y él, un poco temeroso, se acercó hasta olfatearme. Luego, comenzó a mover la cola con fuerza y me lanzó un ladrido.

—Ya encontré lo que buscaba. — dije, hablándole más al perrito que al veterinario.

Joel y Fortachón Donde viven las historias. Descúbrelo ahora