La mujer reposaba en su cama, pero se sentía flotar, sus pesados ojos le impedían ver las figuras que rodeaban su cama, sus oídos estaban obstruidos por pequeños zumbidos que atenuaba la voz de sus allegados, pero, aun así, incluso en su lecho de muerte, Alma seguía teniendo total conciencia de sí misma y lo que estaba a punto de ocurrir.
La vida era un ciclo: naces, creces, te reproduces y mueres. Por supuesto hay muchas cosas entre cada una de estas etapas que hacen a la vida un ciclo complejo y una experiencia totalmente diferente para cada ser humano, pero en esencia, Alma Madrigal había cumplido con cada una de esas etapas por lo que cuando se sintió preparada, pidió silenciosamente a su amado milagro que le diera ya el descanso eterno que, por su labor en su comunidad, tenía bien merecido.
Por supuesto, aquella mujer fuerte, inmutable, figura de alto respeto no era alguien que tomara las cosas a la ligera, pues durante tres años educó a quien reemplazaría la cabecera familiar cuando su hora de descenso llegara.
—Mirabel, ¿dónde está mi milagrito? —Preguntó con voz perdida la mujer en la cama y pudo ver con sus ojos empañados como una rizada cabellera se acercaba a un costado.
—Estoy aquí abuela—La mujer tomó entre sus manos las mejillas húmedas de su nieta, quien desde que le devolvió la vida a su amada Casita se había vuelto su protegida, su sucesora, su pequeño milagro. Ella misma se había encargado de instruirla en el liderazgo de su comunidad, presentándola ante todos como quien tomaría su lugar cuando partiera y ese momento había llegado.
—Mirabel, es hora de que me vaya—Le dijo casi en un susurro y todos los familiares a su al rededor lloraron por las palabras de quien los había traído al mundo—prométeme que protegerás y amarás a esta comunidad que con esfuerzo hemos levantado, júrame que serás mejor líder de lo que fui yo—Pidió, la más joven solo sonrió y asintió levemente.
—No necesito jurarlo abuela, amo a esta casa, amo a mi familia y amo a casa habitante de este pueblo encantado... te prometo que seguiré tu legado como si yo misma fuera una extensión de ti—Una sonrisa tranquila se posó en Alma.
—No, Mirabel, no eres una extensión de mí, eres alguien totalmente única y sé que harás las cosas a tu manera por lo que estoy bien con eso—La mujer quitó sus manos del rostro de su nieta. —Es hora de irme, los amé a todos con todo mi corazón. —Se despidió al fin, soltando en sus arrugados ojos una última lagrima con un brillo mágico en él. —¿Pedro? —Fueron sus últimas palabras antes de dar el último suspiro.
...
El funeral fue como debió ser; respetuoso y lleno de gente que amaba a su fundadora, pero, sobre todo, un funeral feliz. A petición de la propia Alma no quería que su funeral fuera negro, quería que todos los presentes vistieran de blanco y que celebraran con su música favorita en la ocasión, porque para ella la muerte ya no era ni mala ni dolorosa, había vivido una vida plena viendo crecer a sus hijos, nietos y bisnietos por lo que no había razón para estar triste. Dios le había dado la oportunidad de cumplir su misión en la vida con todas las de la ley.
Luego del acto los Madrigal abrieron el ahora vacío cuarto de su difunta matriarca, cada uno tomó algo de valor significativo y al salir... la puerta se desvaneció en el aire, perdiéndose en el tiempo, en los recuerdos y la madera. Como debía ser.
Pero en cambio, donde antes estaba su puerta apareció otra totalmente diferente, con un marco redondo, de madera azulada y una mariposa estampada en el medio, mostrando así quien era la dueña de aquel nuevo lugar.
La nueva matriarca.
Todos abrazaron a la joven de ahora 18 años, sus facciones habían dejado de ser aniñadas y su vestimenta un poco menor infantil pero aun conservando su color habitual. Mirabel sonrió ante sus familiares que de inmediato reconocieron su importancia en la familia incluso aunque su parentesco fuera de mayor rango como el de sus padres, tíos o primos mayores. Porque desde el momento en que la puerta apareció, ellos comprendieron que le debían total respeto a la joven sin importar qué.
Pero Mirabel no sabía si estaba preparada para esa responsabilidad.
Mirabel acompañó durante tres largos años a su abuela a todos lados, aprendiendo de ella el oficio de ser quien tomaba las decisiones importantes, observando detenidamente como aquella mujer incluso con la más estresante de las tareas atendía cada recado con total estoicismo... ella no se sentía en capacidad de hacer lo mismo.
No necesitaba tener el don de leer la mente para saber que todos esperaban de ella lo mismo que se esperaba de Alma, sabían que su personalidad era diferente y eso estaba bien, tal vez una visión más nueva de la vida pudiera hacer cambios significativos en aquel ya no tan pequeño pueblo, pero seguían esperando en ella un ápice de su abuela en sus decisiones futuras.
Eso era lo que más aterraba.
Porque en el corazón de Mirabel, sabía que había pequeños secretos que la alejaban bastante de la perfección que representaba su difunta abuela.
Porque ella era una pecadora, su abuela no lo era.
Aquella noche la angustia de emprender ese nuevo cargo la carcomía, sus miles de inseguridades se acumulaban en ella a medida que los minutos pasaban, ese extraño cuarto nuevo la hacía sentir una presión en su pecho que apenar y reconoció como ataque de ansiedad. Simplemente no quiso seguir allí, levantándose de golpe en su delgado camisón y caminando por el pueblo silencioso hasta la otra punta, donde se escabulló tras las montañas, sentándose para llorar en aquel rio donde hace ya algunos años hizo las paces con quien hace poco había perdido.
Pudo sentir luego de un rato la presencia de alguien por la misma ruta donde llegó, no necesitó voltear a ver para saber quién era, sintiéndose sumamente aliviada de que esa persona estuviera ahí para ella en ese momento, necesitaba un abrazo fuerte para poder seguir adelante.
—¿Estas bien? —Preguntó el hombre acomodándose a su lado, ella no pudo evitar recostarse en su hombro.
—No—Le respondió sin parar las lágrimas, el hombre acarició su hombro con cariño.
—Yo también la extraño y solo ha pasado un día—Dijo él con un tono melancólico—no fue la mejor madre, pero fue mi madre, siempre la admiraré por eso.
—Tío Bruno, no sé si seré capaz de seguir los pasos de la abuela, ella y yo no somos iguales en nada—Vació ella sus inseguridades, acomodándose frente a frente. Bruno tomó con cariño sus mejillas.
—No necesitas ser como ella, necesitas ser tu. —Pero incluso aunque sus palabras le reconfortaran, las penas de su corazón seguían abiertas.
—¿Crees que podré hacerlo bien? —Preguntó ella, con ojos suplicantes.
—Sé que lo harás bien, no necesito ver al futuro para saberlo—Respondió con total seguridad.
Pero a pesar de que cualquiera que viera aquella escena le resultara enternecedora, un sentimiento extraño y diferente estaba en el aire, una extraña tensión que abrumaba los cuerpos de cada uno cada que conectaban sus miradas.
Ambos eran pecadores.
Sus labios se juntaron en un beso hambriento, doloroso y esperado. Ambos tomaron con fuerza el cuerpo de cada uno llegando con sus bocas a lugares que hace mucho no exploraban, vaciando por unos instantes aquellos sentimientos escondidos que durante tanto tiempo los habían quemado, casi consumiéndolos en un aterrador anhelo.
Se miraron entre sí, la luna no hacia las cosas más fáciles pues su luz hacia brillar los ojos de cada uno, mostrándose a sí mismo en la pupila del otro, conectando sus almas sin necesitar volver a tocarse, porque sin palabras reconocían en el otro esos sentimientos profundamente escondidos que pocas veces habían dejado salir al exterior en noches similares a esas.