pov: Pepa (pasado)

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pov: Pepa (pasado)

Logré convencer a Esme de que lo mejor sería marcharnos. Prefería morir antes que tener que casarme con esa bestia. Así que quedamos aquella noche junto al río. Nos iríamos con lo puesto. Solo metí un par de cosas en mi bolsa, y salí de casa sin que nadie me viera. No pude despedirme de Bruno, y tampoco de Julieta. Él no salía de su habitación, y ella se encontraba en el comedor conversando con mamá. Me apenó profundamente pensar que no volvería a verlos. Pero ellos estarían bien. Estarían bien sin mí, siempre lo estuvieron.

Encendí la vela al salir a la calle y logré llegar hasta el río casi a oscuras. Al poco rato llegó Esmeralda y nos tomamos de la mano. Nos besamos a la luz tenue de la vela y partimos hacia el norte. Pero no avanzamos más de veinte metros antes de que la policía nos cortara el paso. Agarré con fuerza la mano de Esmeralda, pensando en cómo podríamos librarnos de ellos. Y entonces oí la voz de mamá.

"No puedo creer que hayas sido tan egoísta, Pepa Madrigal", se acercó a nosotras. "Has deshonrado a tu familia. Ibas a abandonarnos, a romper a la familia".

"Esmeralda es mi familia", respondí, sabiendo que eso le dolería.

"Esto es un atentado contra nuestra familia, contra la magia", aseguró en tono severo, "contra el mismísimo Encanto. Lleváoslas".

"¿Qué?", miré frenéticamente a mi alrededor. "¡No!"

Me agarré con fuerza al brazo de Esmeralda. Dos policías la agarraron a ella, y tres a mí. Una enorme nube negra nos cubrió a todos y comenzó a llover con violencia. Grité, y el cielo rugió. Luchamos por permanecer unidas, pero de un tirón nos separaron y la vela que yo sostenía cayó al suelo, apagada por la lluvia.

"¡P.!", me llamó mientras la alejaban de mí. "¡Ahh!"

"¡Esmeralda!", la llamé mientras ella gritaba. "¡No! ¡Basta! ¡Le hacen daño! ¡Esmeralda!"

Grité hasta quedarme vacía, sin fuerzas para liberarme y correr tras ella. Esto no podía estar pasando. Sentí que iba a estallar de dolor cual huracán, pero me colocaron un saco en la cabeza y todo se volvió negro. Todo era puro miedo; miedo de lo que me harían, de lo que le harían a ella. Buscaban desorientarme para calmar la tormenta. Así podrían llevarme a dónde quisieran.

Me arrastraron un buen rato, incluso subimos unas largas escaleras. Entonces nos detuvimos, y me quitaron el saco. Estábamos frente a mi puerta.

"Da gracias que eres una Madrigal", dijo mamá, que estaba a mi lado, "de no ser por eso te esperaría el mismo castigo que a tu amiga".

"¡¿Qué le has hecho?!", alcé la voz, y la nube comenzó a tronar. "Si le pasa algo te juro-"

"Tendrás tiempo de sobras para sosegarte", me interrumpió. "Y déjate de numeritos, Pepa. Tu hermana necesita reposo. Piensa por una vez en la familia. Todo lo que hago es por ustedes".

Me empujaron dentro de mi cuarto, y cerraron de tal manera que yo no podía abrir la puerta. Lo estuve intentando durante horas, mientras la lluvia me empapaba. Al final comprendí que ellos habían ganado. Apoyé la espalda contra la puerta y me dejé caer de culo al suelo. Me abracé a las rodillas y lloré más de lo que cualquier nube podría descargar sobre mí.

No sé cuánto tardaron en dejarme salir. Era imposible saberlo porque no había ventanas, solo un techo inmenso que reflejaba lo que había dentro de mí. Pensé que iba a enloquecer ahí dentro, con el frío, la humedad, y sobre todo la soledad. En algún momento decidieron dejarme salir. Cinco días habían pasado, o eso me dijeron. No podía expresar pensamiento alguno, ni con el rostro ni controlando el tiempo. Estaba en algún tipo de shock. Sentía demasiadas cosas como para procesar alguna una de ellas. Mi mente era un disco rayado pasado por agua. Estaba rota.

Julieta no estaba en casa. Ella y Agustín habían ido a visitar al médico. Su don le permitía sanar a cualquiera salvo a sí misma, de modo que de vez en cuando acudían al médico del pueblo. Bajamos al comedor, y allí estaba Bruno. Mamá se fue y nos dejó solos. Él me tomó suavemente de los hombros, temiendo romperme, y me hizo sentar en una silla. Me trajo un té y unas arepas. Debería tener hambre, porque llevaba mucho sin ver comida, pero mi estómago rechazaba incluso su olor.

"Ma le dijo a Julieta que estabas enferma", me contó mi hermano. "Te preparó de todo para que mejoraras, pero creo que no te han dado nada".

Levanté lentamente la mirada del plato y la fijé en sus ojos. Él tuvo que apartarla.

"¿Dónde está?", pregunté, apenas sin voz. Debía volver a acostumbrarme a conversar. "¿Dónde está ella?"

"Verás...", suspiró, agachando la vista. "La expulsaron del Encanto. Se la llevaron lejos, no sé a dónde".

"Debo encontrarla".

"Pepa, te llevan una semana de ventaja... Podría estar en cualquier parte del mundo".

"Pues ayúdame", sugerí. "Muéstrame una de tus visiones".

"Me temo que solo funcionan dentro del Encanto. No puedo ver nada de lo que hay fuera".

Bajé la mirada y me vi reflejada en el té. Estaba despeinada, pero todavía se intuía la trenza que me hice antes de partir. No sentía nada. No veía nubes sobre mi cabeza, nada...

"Pepi...", suspiró Bruno, "de veras que lo lamento. Haría cualquier cosa por poder ayudarte".

"Nunca me dejará salir de aquí", pronuncié, sin devolverle la mirada, "¿verdad?"

Bruno no respondió. Eso me dio la razón. Mamá vino a buscarme. Le extrañó que no hubiese probado la comida. Dijo que me vendría bien tomar algo, pero no pude. Me mostré sumisa, paseé con ella por la casa mientras me hablaba de sus planes para la familia. Me habló también del día en que perdió a papá, y de cómo pensó que ese sería el fin, pero todo salió bien. ¿Qué pretendía? ¿Hacerme pensar que ella lo entendía? Si lo entendiera, jamás me hubiese hecho esto.

"Algún día comprenderás que era mi deber protegerte. Si se hubiesen enterado en el pueblo...", me dijo.

Protegerme del pueblo. Pero, ¿quién me protegía de ella? Subimos las escaleras de vuelta a mi cuarto. Dijo que no me convenía caminar demasiado hasta haber comido algo. Necesitaba coger fuerzas para volver a la normalidad. Además, no quería preocupar a mi hermana, a ella no le contaron nada de lo sucedido. Esa noche cené con ellos. Julieta estaba preocupada, no paraba de preguntar por mi estado. Siempre fue la más maternal de la familia. Sin duda más que nuestra madre. Por ella forcé una sonrisa y bebí un trago de mi té.

A la mañana siguiente no los acompañé durante el desayuno. Me quedé en mi habitación, temiendo que la puerta no fuera a volver a abrirse. No podría soportarlo de nuevo. Desenredé mi cabello y lo recogí en forma de trenza. Me puse mi vestido amarillo favorito, con los zapatos a juego. Me miré en el espejo, me veía muy viva. Salí del cuarto y paseé por la planta. Oía sus voces en el jardín, comiendo y bebiendo para prepararse para un gran día. Un día del que yo no formaría parte.

Me paré a contemplar nuestro retrato. Pensé en lo aterrador que debió de ser para ella huir de su casa en mitad de la noche con tres bebés en sus brazos, y lo triste que sería perder a uno. Estoy convencida de que mamá quería lo mejor para nosotros, pero sus intenciones se corrompieron por el camino. Julieta siempre fue la hija perfecta, a la que todo el mundo adora (incluida yo), y Bruno es su niño. Yo solo soy la de en medio. Soy la emocional, la que da problemas. Es bueno que sea a mí a la que pierda. Ellos dos son irremplazables.

Me asomé a la ventana trasera. Corría una suave brisa con olor a melocotón. Me puse de pie en la cornisa y salté.

Los recuerdos robados de Pepa MadrigalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora