Todos soñamos con ese «alguien perfecto», ¿quién no lo hizo?
Y el inventor no solo «soñaba» despierto con aquella musa, sino que se propuso crearla.
Comenzó por sus ojos, creando una hermosa entrada al paraíso, que con solo mirarlos quedabas embelesado, pues, suelen decir que son la puerta al alma, ¿no? Luego unas cejas que le daban una expresión risueña y unas largas pestañas negras que adornaban sus ojos. Le seguían unos labios que hacían que viajaras al cielo y una hermosa cabellera negra, que caía como cascada por su espalda, suave y sedosa como las nubes. Unas delicadas manos como las esbeltas piernas que poseía, junto con una dulce vos y un andar que parecía que bailaba.
Aquella musa ya estaba hecha, lista y prepara para vivir, pero le faltaba un detalle... no poseía sentimientos ni un alma, pues, aquello el inventor no podía crear.
No lo podía crear, pero si se lo podía dar de alguien más, lo suyos. Y así lo hizo, le dio su alma y sus sentimientos a su preciada musa, para que pudiera vivir y alegrar a las otras personas como él jamás lo había podido hecho.