Capítulo 40

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Milena

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La noche es hermosa sin el rastro de lluvia o brisa, demasiado que se me antoja escaparme al Observatorio de Greenwich en lugar de ir a la cena con mi padre. Pero empiezo a imaginar que esto debe ser importante para él, ya que ha venido su asesora de imagen, me ha maquillado, trabajó en una trenza holandesa de un solo lado con mi pelo y me pidió lucir un vestidito color ciruela.

Estoy segura de que Luc iba a tropezar si me viera en estás fachas. No todos los días me arreglo. Lo cual me saca una sonrisita enorme.

Abordamos la camioneta blanca de papá y en poco tiempo aparecemos en el muelle donde nos conducen al crucero privado situado a mitad del Támesis, crucero enorme que ya parece reservado... ¿Desde cuándo?

Conforme subimos no observo ningún otro movimiento pero me relajo al oír música de violín aproximándose. Sin embargo, a cada paso siento un escalofrío y le echo la culpa al aire del río sumado a que no traje ni un abrigo encima. Pero me estremezco conforme seguimos, mi corazón corre más de lo normal y es ese tipo de latidos que te avisan algo, supongo que el poderoso deseo de encontrarme a Ónix ahora mismo no me deja vivir tranquila, o peor aún, encontrarlo y oírle decir que me ama con un ramo de rosas, girasoles o tulipanes —todo me va bien—, en manos sería lo más estupendo. Me estrello cómo un pájaro contra el cristal cuando la realidad se pone en mis narices.

Camino con mi padre hasta la cubierta del crucero donde somos recibidos por un par del personal. Cogen el abrigo de papá y se marchan.

Es entonces cuando me acerco a él y le susurro discretamente:

—¿Reservaste el crucero?

—En realidad no fui yo —responde sin mirarme y noto como yergue la postura—. Solo somos invitados del viaje.

Miro la cubierta vacía, con el frío haciendo de manto; no hay nadie que no seamos nosotros, el personal y alguien a quien no reconozco porque permanece sentado de espaldas en una mesa.

No me gusta: es la misma sensación que tuve cuando me metí en problemas al ser testigo de un crimen.

—Imaginé que tendríamos a mucha gente, tal vez cámaras y chicas con piernas largas que se acercarían a ti, papá —digo indecisa a causa del panorama.

—Hoy no, nada de... eso, Mil —dice frotándome los hombros y seguido me pone un beso en la coronilla—. Dame un segundo —su voz cambia.

Me alejo para darle el segundo, así consigo respirar mejor y no tener el corazón colgado sobre una púa. Con los brazos fríos viajo la mirada hasta el Tower Bridge que está cerca del London Eye —la gigantesca montaña rusa que caracteriza Londres—, ambos brillan en todo su esplendor.

No debería sentirme afectada, solo se trata de una cena normal con papá. Muy privada, creo. Lleno de aire mis pulmones y la última mirada directa que lanzo es hacia el magnánimo reloj del Big Ben que se levanta inmóvil y llamativo.

Después me uno a Guillermo en dirección a la mesa redonda que hay a mitad del crucero, dónde apenas un sujeto al que no puedo mirarle la cara instala un vaso de cristal con un líquido ámbar, entonces me fijo más allá, también están hombres vestidos de negro que se confunden con las sombras de los rincones.

Me acerco cautelosa, sin quitarle ojo al hombre que está sentado. El mismo que, ¿Ordenó la cena? ¿Para hablar de negocios?

Ya estoy arriba por lo que no me queda más opción que seguir. Pero quedo helada y pálida de inmediato al tener enfrente al sujeto que nos espera.

BALAS DE CRISTALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora