I
ORIGEN
Pigritia es una palabra terrible.
Engendra un mundo, el piger, o sea el robo; y un infierno, el pigror, o sea el hambre.
Es decir, que la pereza es una madre.
Tiene un hijo, el robo; y una hija, el hambre.
¿En dónde estamos en este momento? En el argot.
¿Y qué es el argot? Es todo a la vez; nación e idioma; es el robo bajo dos especies: pueblo y lengua.
Cuando hace treinta y cuatro años el narrador de esta grave y sombría historia introducía en un libro, escrito con el mismo objeto que éste, un ladrón hablando argot, se suscitó un asombro y un clamor: «¡Qué! ¡Cómo! ¡El argot! ¡El argot es horrible! Es la lengua de la chusma, del presidio, de las cárceles, de todo lo más abominable de la sociedad», etc., etc.
Nunca hemos comprendido este género de objeciones.
Después, dos grandes novelistas, de los cuales uno es un profundo observador del corazón humano, y el otro un intrépido amigo del pueblo, Balzac y Eugenio Sue, han hecho hablar a los bandidos en su lengua natural, como lo había hecho en 1828 el autor de El último día de un condenado a muerte, y se han suscitado las mismas reclamaciones. Se ha repetido: «¿Qué quieren los escritores con esa repugnante jerga? ¡El argot es horrible! ¡El argot hace estremecer!».
¿Quién lo niega? Sin duda.
Cuando se trata de sondear una llaga, un abismo o una sociedad, ¿desde cuándo es una falta descender demasiado, ir al fondo? Muchas veces hemos pensado que esto era un acto de valor, y por lo menos una acción inocente y útil, digna de la atención simpática que merece el deber aceptado y cumplido. ¿Por qué no se ha de explorarlo todo, y no se ha de estudiar? ¿Por qué se ha de detener uno en el camino? El detenerse corresponde a la sonda, no al que sondea.
Ciertamente que ir a buscar en la última capa del orden social, allí donde concluye la tierra y empieza el fango; registrar en aquellas aguas espesas; perseguir, coger y arrojar palpitante a la superficie este idioma abyecto que gotea lodo sacado a la luz, este vocabulario pustuloso, en que cada palabra parece un anillo inmundo de un monstruo del cieno y de las tinieblas, no es ni una empresa cómoda, ni seductora.
Nada es más lúgubre que contemplar así desnudo a la luz del pensamiento el hormiguero terrible del argot. En efecto: parece que es una especie de horrible fiera hecha para vivir en la noche, y que se ve arrancada de su cloaca. Se cree ver una horrible maleza viva y erizada que tiembla, se mueve, se agita, pide volver a la sombra, amenaza y mira. Tal palabra parece una garra; tal otra un ojo apagado y sangriento; tal frase parece moverse como la tenaza de una langosta. Todas viven con esa vida repugnante de las cosas que están organizadas en la desorganización.
Pero ¿desde cuándo el horror excluye el estudio? ¿Desde cuándo la enfermedad rechaza al médico? ¿Qué se diría de un naturalista que se negase a estudiar la víbora, el murciélago, el escorpión, el ciempiés, la tarántula, y que los rechazase a las tinieblas, diciendo: «¡Oh, qué fealdad!»? El pensador que se alejase del argot se parecería a un cirujano que se apartase de una úlcera o de una verruga: sería un filólogo dudando examinar un hecho de la lengua; un filósofo dudando analizar un hecho de la humanidad. Porque, y es preciso decirlo a los que lo ignoran, el argot es al mismo tiempo un fenómeno literario y un resultado social. ¿Qué es el argot propiamente dicho? El argot es la lengua de la miseria.
Aquí podría interrumpirnos alguno; puede generalizarse el hecho, lo cual muchas veces es un medio de atenuarlo; puede decírsenos que todos los oficios, todas las profesiones, y casi podría añadirse, todos los accidentes de la jerarquía social, y todas las formas de la inteligencia, tienen su argot especial: el comerciante, que dice: Montpéllier, disponible; Marsella, buena calidad; el agente de cambio, que dice: cargo, prima, a la par; el jugador, que dice: tercio y todo, fallo a espadas; el ujier de las islas normandas, que dice: el feudatario deteniéndose en su fundo no puede reclamar el fruto de este fundo durante el embargo hereditario de los inmuebles del renunciador; el zarzuelista, que dice: han hecho bailar al oso; el cómico, que dice: tengo un caballo blanco; el filósofo, que dice: triplicidad fenomenal; el cazador, que dice: la res está encamada; el frenólogo, que dice: amatividad, combatividad, secretividad; el soldado de infantería, que dice: mi tambor; el soldado de caballería, que dice: a media rienda; el maestro de esgrima, que dice: tercera, cuarta, a fondo, el impresor, que dice: atanasia; todos, impresor, maestro de esgrima, soldado de caballería o de infantería, músico, frenólogo, cazador, filósofo, cómico, zarzuelista, portero, jugador, agente de cambio y comerciante, todos hablan en argot.
El pintor, que dice: el ambiente del cuadro; el escribano, que dice: he dejado el crimen; el peluquero, que dice: a media melena; el zapatero, que dice: tapas, hablan argot. En rigor, y si se quiere, absolutamente todos esos modos de decir la derecha y la izquierda; el marinero a babor y a estribor; el maquinista, lado del patio y lado del jardín; el perrero, lado de la Epístola y lado del Evangelio, son argot. Hay argot de monas, como hay argot de sabidillas. El palacio de Rambouillet, es decir, la aristocracia y el lujo, confinaba con la Corte de los Milagros; es decir, con la pobreza y el vicio. Hay argot de duquesas, como demuestra la siguiente frase, escrita en un billete amoroso por una gran señora de la Restauración: «Hallaréis en esas chismerías una porción de razones para que yo me libertice».
Las cifras diplomáticas son argot. La Cancillería romana, diciendo 26 por Roma, grkztntgzyal por envío, y abfxustgrnogrkzutu-XI por duque de Módena, habla argot. Los médicos de la edad media, que por decir, zanahoria, rábano y nabo, decían: opoponach, pergrosohinum, reptitalmus, dracatholicum angelorum, postmegorum, hablaban argot. El fabricante de azúcar, que dice: moscabada, terciada, bastarda, común, tostada, clarificada, este honrado industrial, habla argot. Una escuela de crítica que decía hace veinte años: La mitad de Shakespeare es un juego de palabras y retruécanos, hablaba argot. El poeta y el artista que con profundo sentido calificaron al señor de Montmorency de «un ciudadano» si no hubiese sido muy entendido en versos y estatuas, hablaron en argot. El académico clásico que llama a las flores, Flora; a los frutos Pomona; a la mar, Neptuno; al amor, los fuegos; a la belleza, los atractivos; a un caballo, un corcel; a la escarapela blanca o tricolor, la rosa de Belona; al sombrero de tres picos, el triángulo de Marte; ese académico clásico habla argot. El álgebra, la medicina, la botánica tienen su argot. El lenguaje que se emplea a bordo, ese admirable lenguaje de la mar, tan completo y tan pintoresco, que han hablado Jean Bart, Duquesne, Suffren y Duperré, que se mezcla con el silbido de las cuerdas, con el ruido de la bocina, con el choque de las hachas de abordaje, con el vaivén, con el viento, con la ráfaga, con el cañón, es un argot heroico y brillante, que es al terrible argot de la miseria, lo que el león al chacal.
Sin duda. Pero, dígase lo que se quiera, este modo de comprender el argot tiene una extensión que no admitirá todo el mundo. En cuanto a nosotros, conservamos a esta palabra su antigua acepción precisa, circunscrita y determinada, y limitamos el argot al argot. El argot verdadero, el argot por excelencia, si es que estas dos palabras pueden reunirse, el argot inmemorial, no es, lo repetimos, más que la lengua fea, inquieta, socarrona, traidora, venenosa, cruel, tortuosa, vil, profunda, fatal de la miseria.
Hay en el extremo del envilecimiento y del infortunio una última miseria que se rebela, y que se decide a entrar en lucha contra el conjunto de los hechos felices y de los derechos reinantes; lucha horrible, que, ora astuta, ora violenta, feroz y malsana a la vez, ataca el orden social a alfilerazos por medio del vicio, y a estocadas por medio del crimen. Para las necesidades de esta lucha, la miseria ha inventado una lengua de combate, que es el argot.
Hacer sobrenadar y conservar sobre el olvido, sobre el abismo, aunque no sea más que un fragmento de una lengua cualquiera que ha hablado el hombre, y que de otro modo se perdería; es decir, uno de los elementos, buenos o malos de que se compone o que complica la civilización, es aumentar los datos de observación social; es auxiliar a la misma civilización. Este servicio le ha hecho Plauto, queriéndolo o no, haciendo hablar el fenicio a dos soldados cartagineses; este servicio le ha hecho Molière, haciendo hablar el levantino y toda clase de patuá a muchos de sus personajes.
Aquí vuelven a suscitarse las objeciones; el fenicio ¡magnífico!, el levantino ¡bueno!, el patuá ¡pase!, son lenguas que han pertenecido a naciones o a provincias; pero el argot, ¿para qué queréis conservar el argot? ¿Para qué hacer «sobrenadar» el argot?