Desfile.
La cabeza me daba vueltas. A medida que mi cuerpo se iba moviendo al son de la música alta, gotas de sudor disfrazadas de perlas adornaban la piel de mi frente y nariz. Una oleada de calor golpeándome e incomodándome, pero no hasta el punto de evitar que dejara de bailar.
La razón de ello, era la sed que me ordenaba a gritos ingerir más del líquido que hace unos minutos llenaba mi vaso. Y así hago, dejo al montón de personas que me rodean bailando y voy dando traspiés hasta la barra. Mi nivel de alcohol no raya lo ebrio pero tampoco estoy totalmente sobria; una vez allí, alzo el vaso de vidrio hacia el bartender y mientras se acerca a mí rebusco entre mi bolso por unos segundos, sin hallar lo que necesito.
—¿Qué le sirvo, señor? —escucho decir al hombre detrás de la barra hacia otro que acaba por sentarse justo a mi lado.
—Lo mismo que la principessa. —responde con voz ronca, logrando que lo reconozca gracias a que hacia éste lado de la discoteca, el sonido no es tan fuerte. —¿Estás perdida?
—Yo no, ¿y tú? —lo encaro mientras tomo mi vaso y me lo llevo a la boca de inmediato.
—Por supuesto que no, ¿no recuerdas a quién le pertenece éste lugar?
Pregunta con una pizca de ironía en su voz, estirando ambos brazos hacia el cielo junto con la cabeza. Una media sonrisa tira de un lado de sus deliciosos labios.
—¿Cómo olvidarlo, Diavolo?
—Es peligroso que estés aquí sola. —su expresión vuelve a ser la misma de siempre, sombría.
Me inclino hacia él, apoyando una mano en su hombro y acercando mis labios a su oreja; gracias a que se encuentra sentado y yo de pie, los tacones me permiten estar cerca de su altura.
—¿Qué te hace creer que estoy sola? —tardo todo el tiempo del mundo en susurrarle, y retirarme con mucha más lentitud. —Lo paga él.
Ésto último se lo digo al bartender que nos mira confundido. Debe ser nuevo ya que no deja de mirarme los senos, a lo que Piero se remueve molesto, en mí produce satisfacción. Me alejo de allí caminando hacia la pequeña fila que se ha formado para el baño, sólo que a unos pasos de llegar, una chica abre los ojos como platos hacia mí y se quita, empujando a las demás. Le sonrío amablemente —aunque no lo sienta realmente— y entro al baño donde un par de chicas están frente a los lavabos. Una de ellas me reconoce y le hace señas a la otra para que se apuren. Hago mis necesidades y una vez afuera, frente al gran espejo empotrado en la pared completo, detallo mi atuendo: un vestido negro corto , brillante y ceñido al cuerpo, resaltando cada curva, el cabello —lacio ésta vez— cae en cascada por mi espalda hasta la cintura y un maquillaje ligero resaltan mis facciones.
Sentía que merecía un descanso, después de trabajar sin interrupciones por el tiempo restante antes de la gala que se hará en un par de días. Por supuesto que Vitto y Donato están preocupados por mi seguridad, de tal manera que en cada esquina de la discoteca hay un guardaespaldas camuflado, cosa que ellos piensan que no me doy cuenta, son tan estúpidos esos dos que me causa lástima. Al salir del baño, algo llama mi atención, o más bien alguien. Un hombre está parado cerca de la puerta de emergencia, con un cigarrillo entre los labios y un vaso en su mano derecha, lleva ropa bastante informal para estar en un club tan prestigioso como el Inferno —el nombre que le dió su dueño—, camiseta blanca, chaqueta de cuero, jeans rasgados y zapatos casuales.
Es extranjero.
Se delata el solo y me parece hasta gracioso, que si no conociera a la perfección lo que este mundo le hace a las personas, diría que está perdido. A medida que voy acercándome a él, me fijo más en los detalles: nariz aguileña, mandíbula perfilada con una incipiente barba, cuerpo esculpido y bastante alto, tal vez de 1,90 no estoy segura. Mis pasos captan su atención y por fin puedo ver lo que más me intrigaba, sus ojos, redondos y pequeños, de un tono café y un poco familiares.
—¿Puedo saber por qué me seguiste hasta aquí? —mis palabras salen antes de llegar hasta él, me detengo a unos pasos y me cruzo de brazos enarcando una ceja.
El hombre mira por encima de mi hombro frunciendo el ceño y tensándose en el acto, al voltear mi cabeza me encuentro con la mirada escrutadora de Piero sobre mí, o sobre él. Por un momento me pierdo en el gris oscuro de su mirada pero reacciono rápido y tomo al hombre del brazo para salir por la puerta hacia el callejón oscuro y frío. Una vez ésta se cierra, me volteo hacia él y lo encaro.
—No tenemos mucho tiempo Fran. —dice, su voz y su aspecto me resultan bastante familiares, al igual que su manera de llamarme, solo pocas personas me llaman así.
—Eres el del gimnasio. —asiente. —¿Qué es lo que quieres?
—Estás en peligro.
Esas tres palabras pudieron estremecerme, pudieron hacerme entrar en pánico, pudieron hacerme temblar de miedo; sólo que eso ya lo sabía y es bastante estúpido que un desconocido, dueño de un gimnasio en Toronto, atravesara todo un océano sólo para decírmelo. Por lo cual, lo primero que sale de mi boca es una fuerte carcajada, puedo decir que la más larga que haya tenido pues, nada me hacía más gracia que ese momento en específico.
—Dime algo que no sepa por favor.
—Hablo en serio Francesca, —se ve frustrado, pobre. —Hay gente que te quiere muerta, fuiste un cabo suelto en una misión que salió mal y...
—Espera espera, ¿qué mierda estás diciendo?
Estoy comenzando a alterarme, pero no por las cosas que dice, sino porque cree conocerme y saber cosas que yo no.
—No puedo explicarte todo aquí, debes venir conmigo.
Suelto una carcajada seca y me volteo, para llegar hasta la puerta y entrar de nuevo al club.
—Estás loco de verdad.
—Barton me envió por ti. —la mano que sujetaba el frío pomo de la puerta se quedó ahí, estática como el resto de mi cuerpo al escuchar esas palabras.
Una ira desconocida se adueñó de todos mis sentidos y me hicieron volverme hacia el hombre —que no parecía tener más de 24 años— con el puño cerrado para atestarle un buen golpe en la mandíbula, tal vez no le hice el daño que quería pero si lo desorienté ya que no se lo esperaba. Se sujeta la zona del golpe con la palma abierta y me mira con los ojos entreabiertos, a la vez que una oscuridad comienza a apoderarse de ellos. Mi corazón se acelera al recordar aquella oscuridad que vi en él el día que nos golpeamos en su gimnasio y una extraña sensación comenzó a hacerse notar en mi interior, no tengo idea de lo que pueda ser, pero me aparto de él y vuelvo a la puerta.
Antes de abrirla para entrar, volteé la mirada y le dije:
—Dile a Barton que se pudra en el jodido infierno. —destilaba odio puro y no tenía una idea clara del por qué. —Ah, y dile que ya no lo necesito. Ya tengo con quién desquitar mi ira.
Lo último que vi de él fueron sus puños apretados a ambos costados de su cuerpo y su mirada de odio intenso hacia mí. Cerré la puerta tras de mí y me apoyé en ella para intentar controlar mi errática respiración la cual no me había dado cuenta de cómo estaba hasta este preciso instante. Mi rencor e ira hacia Barton fueron incrementando conforme pasaban los segundos, aún no podía entender cómo es que después de dos semanas y media no había sido capaz de siquiera llamarme, tampoco es que lo esperaba, es sólo que para significar tanto para él como lo profesaba, terminó de mostrar tan poco.
Una vez me recuperé, caminé de vuelta a la barra y le pedí el mismo estúpido trago al bartender, me lo bebí de un trago y le indiqué que lo rellenara, me daba igual lo que fuese. Esa noche bebí hasta más no poder, bailé con un montón de personas y besé a un montón más mientras sentía una increíble presión sobre mis hombros. Al fijarme bien —ya que la iluminación era escasa, por no decir nula— las dagas que Piero tenía por ojos dieron de lleno con los míos, estaba sentado en un sofá del otro extremo del club, en el segundo piso y veía perfectamente desde su altura cómo meneaba mi trasero a un borracho del lugar. Pero a su vez, yo también observaba a una rubia sentada sobre él, restregando su siliconado trasero y lamiendo su cuello como si de una paleta se tratase.