Cielo rojo del oeste

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De aquellos días recuerdo sobre todo el polvo. Era un polvo fino y blanco que con la más suave brisa se levantaba y quedaba en suspensión, impregnando el aire como una niebla. A veces apenas enturbiaba un poco la luz, cuando era ligero y pegajoso y provocaba una molesta sensación de cristal empañado en mi casco. Otras veces era tan denso que me costaba distinguir mis propios pies allá abajo, sobre la tierra blanca, anclados pese a todo a lo tangible; al suelo y la gravedad. Cuando ocurría esto temía verlos aparecer, grandes sombras astadas entre lo albo y lo reseco, ajenos e incomprensibles. Me aterrorizaba la posibilidad de no verlos llegar, de encontrarme cara a cara con su realidad antes de haber podido siquiera prepararme. No creo que nunca llegara a estar preparada.

En los días claros, cuando el aire estaba inmóvil, la tensión se relajaba un poco. En esas ocasiones podía ver hasta donde alcanzaba la vista, nada que se interpusiera entre mis ojos y el horizonte. El cuenco de la cantera a mis pies, hondo y rojo, como una herida abierta en la carne lechosa del planeta. Era el néctar de roca lo que teñía la tierra de ese color, fluía de las paredes y del suelo como si fuera sangre. Más valioso, de hecho, que la sangre. Más que la de los operarios, que la nuestra, que la de quienes querían echarnos. Por eso nunca le pusimos nombre y decíamos que era simplemente Sangre. Regaba este suelo desde hacía décadas y se mezclaba de manera indistinguible con la suya, con la nuestra, con la de todos los que nos matábamos reafirmando un dominio precario sobre lo que en realidad no puede ser dominado ni conquistado. Llenando depósitos de Sangre.

Tras la cantera, un mar blanco. Era tan luminoso bajo el sol frío y enorme de este lugar que hacía daño a la vista, incluso a través del cristal polarizado del casco. Sobre nosotros el cielo pálido apenas variaba en las primeras horas del día. Por las tardes, sin embargo, cuando la gigante roja desaparecía tras la llanura de polvo, se volvía de un rojo brillante. La tierra resplandecía entonces como una caldera y mis manos, el fusil que siempre sostenían, las paredes de la cantera, todo lo que nos rodeaba se coloreaba del mismo rojo magma. A esas horas se volvía difícil distinguir matices en la luz, todo era lo mismo; se suavizaban las líneas y contornos, se disolvían las sombras. Desde mi posición admiraba el trabajo de los operarios, que solo en la oscuridad total se detenía. Ellos, me había explicado Nür, no veían los colores como nosotros.

—Su espectro está desplazado hacia el ultravioleta —me había dicho, moviendo su mano enguantada como si empujara una masa de aire hacia un lado. Habíamos parado a descansar un momento e, incluso a través de las capas y capas de protección de su traje, podía advertir que estaba exhausta—. No ven el rojo.

—¿Y cómo distinguen la Sangre, si no la ven?

—Sí que la ven, pero para ellos debe ser una mancha oscura. La luz roja de por la tarde no les molesta, para ellos no tiene color.

Nür se llevaba bien con los operarios. Entendía su idioma hablado y su idioma de signos (necesario en este entorno en el que las voces se disolvían en la distancia y la espesura del aire), y a veces en los descansos pasaba el rato con ellos. Supuestamente estaba prohibido, pero la existencia en este lugar no se parecía a la existencia fuera, en el mundo convencional, por lo que algunas normas perdían su sentido y se ignoraban de manera casi sistemática. Allí los días se sucedían sumidos en una calma tensa, indistinguibles unos de otros, mientras la roca sangraba y sangraba su néctar rojo y los operarios lo recogían, diligentes. A la vez, nuestros fusiles (el de Nür, el mío, el de muchos otros) permanecían colgados de nuestros hombros, cada día más pesados, cada día más reticentes a apuntar hacia el oeste, pero siempre anclados a él, orbitando en él. Porque del oeste venían siempre, cabalgando el polvo.

Muy al principio, Otto había preguntado qué aspecto tenían los Centinelas, por qué todo el mundo les tenía tanto miedo.

—Nunca han conseguido echarnos —había opinado, como intentando infundirse coraje a sí mismo—, no puede ser para tanto.

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