En diciembre del 2007, asistí a la fiesta de fin de año de la cadena hotelera por insistencia de mi jefe. Justo antes de la cena, se entregaban los reconocimientos a los mejores empleados de cada departamento.
Cuando anunciaron al departamento de informática, escuché mi nombre, así que subí al estrado a recibir mi reconocimiento y dar un brevísimo discurso.
Al regresar a la mesa, mis compañeros se acercaron a felicitarme, tomando turnos para quedarse a platicar un rato. Las visitas solamente cesaron cuando el maestro de ceremonias anunció que la cena sería servida en los próximos minutos.
En cuanto llegó el postre, la mayoría de los presentes saltó a la pista de baile y yo salí a la terraza a contemplar el mar mientras planeaba mi huida temprana.
—Qué difícil es tenerte a solas cuando eres la mujer del momento —dijo una voz femenina, interrumpiendo mi contemplación silenciosa.
A pesar de los años que habíamos pasado lejos, reconocí su voz y su perfume en el instante en el que se había parado a mi lado. Volteé hacia ella y la encontré más bella que nunca. Los años le habían sentado perfectamente y estaba simplemente despampanante.
—Ahora tienes que sacar cita para poder hablar conmigo —dije, bromeando, mientras me acercaba para darle un beso en la mejilla.
—Casi no te reconocí cuando subiste al estrado —dijo Astrid, probablemente haciendo referencia a mi cabello, extremadamente corto, y a mi vestimenta andrógina. Extendió una mano, acercándola para acariciar mi nuca—. Te ves preciosa.
—Tú no te ves nada mal tampoco —respondí, admirando el modo en que el vestido que llevaba se ceñía a su figura esbelta. Fue entonces que mis ojos notaron que no llevaba ni su argolla de compromiso ni la de matrimonio—. Y no es que no me dé gusto verte, pero... ¿Qué haces aquí?
—Acompañando a una amiga. Su esposo está enfermo y ella no quería venir sola.
Entrecerré los ojos para comunicarle que esa no era toda la extensión de mi pregunta. Yo quería saber qué hacía en Cancún, cuánto tiempo se quedaría, y de paso, por qué llevaba el dedo anular de la mano izquierda tan desnudo.
—Regresé hace un par de semanas —dijo, leyendo mi semblante sin problema.
—¿Permanentemente?
Ella asintió.
—¿Y dejaste las maravillas de Boulder así nomás?
—Es difícil vivir en una ciudad diminuta cuando sabes que vas a toparte a tu exesposo unas cinco o seis veces al día en promedio.
—¿Y tu trabajo? —pregunté mientras hacía cuentas mentales: su matrimonio había durado más o menos cuatro años.
—Ahora estoy en otra farmacéutica, me fui con la competencia —sonrió.
—¿En un puesto similar?
—No. No había nada parecido aquí, pero no me importa comenzar en medio y volver a encontrar mi camino hacia la cima —Hizo una mueca—. Además, mis prioridades ahora son otras.
—¿Estás contenta?
Asintió nuevamente.
—¿Y tú, empleada del año?
—Me encanta mi trabajo —Mi pecho se hinchó de orgullo al pensar en los proyectos nuevos que estábamos desarrollando—, aprecio las maravillas de Quintana Roo de un modo que no lo hice antes, y mi relación con Toni y Orlando es más estrecha que nunca.
—Me alegra escuchar que te va así de bien, Emilia. Siempre supe que así sería.
Esa fue la primera vez que Astrid pronunció mi nombre sin ocasionar que me temblaran las rodillas y eso llamó mi atención.
—Cuéntame cómo están Toni y Orlando. He tenido intenciones de ir a visitarlos, pero apenas estoy en proceso de desempacar y arreglar la casa que estoy rentando. A lo mejor en un par de semanas le llamo a tu mamá para quedar con ella.
—Están maravillosamente, tan enamorados como los recuerdas y embarcados en una cruzada por encontrarme pareja —Me reí.
—¿Sigues sin encontrar a tu helado de chocolate?
—A estas alturas he comenzado a creer que el helado no es lo mío, quizás debería comenzar a probar sorbetes o champolas —Me encogí de hombros.
Astrid se rió, negando con la cabeza.
—Aunque, honestamente, no estoy buscando: estoy casada con mi trabajo y me siento perfectamente contenta estando sola.
—No tiene nada de malo bastarse a uno mismo, Emilia, pero temo que podrías estar privando a una mujer de sentirse la persona más afortunada del universo.
En otro momento de mi vida, esas palabras hubieran ocasionado estragos en mi alma, pero mi incapacidad para sentir las dejó resbalar sin permitirles dejar huella. Además, a esas alturas de mi vida, entendía que a veces la gente podía decir cosas así de bonitas únicamente por amabilidad o por nostalgia.
—Eso mismo dicen Toni y Orlando —Torné los ojos y volteé mi cuerpo entero en dirección hacia el mar—. Yo digo que llegará cuando tenga que llegar... si es que llega; y si no es así, no pasa nada.
—A lo mejor el amor de tu vida apenas tiene doce años y por eso no la has conocido —dijo, haciendo referencia a los quince años de diferencia entre nosotras—. El mío llegó cuando estaba a punto de cumplir los treinta y tres.
«¿Me acabas de llamar el amor de tu vida, Astrid?», pensé. Y entonces me preocupé, porque saberlo no me alegró como lo hubiera hecho años atrás. Si Astrid, con todo el poder de su magnetismo inigualable, no podía revivir la parte de mi corazón encargada de amar, entonces estaba en serios problemas.
—Entonces me quedan seis años para disfrutar de la relación estrictamente monógama que llevo con mi trabajo —La miré brevemente, le guiñé un ojo y pude notar que mi nivel de frialdad la había tomado desprevenida.
Astrid miró hacia el mar nuevamente, dejando escapar un suspiro apenas perceptible. Yo la imité. Metí las manos en las bolsas de mi pantalón, mientras buscaba un tema para relajar la tensión que acababa de provocar. Y entonces se me encendió el foco.
—¿Quieres reírte un rato? —pregunté, pegándole ligeramente en las costillas con mi codo.
—Siempre —contestó, mirándome.
—Toni y Orlando querían que impidiera tu boda —Mi pecho se llenó de un calor bonito al recordar aquella conversación—. Mi papá iba a manejar el auto en el que escaparíamos los cuatro hacia el aeropuerto.
Astrid se rió, mirándome con una mezcla de horror y gusto que me aseguró que el momento incómodo se había esfumado.
—¿Les contaste sobre nosotras? —preguntó, pasando de la alegría al pánico sin escalas.
—Mi mamá dedujo la mayor parte sin ayuda; le contó sus teorías a mi papá, quien, dicho sea de paso, hubiera estado encantado tenerte como nuera —Me reí—. Ambos lo hubieran estado.
—¿Lo dices en serio?
Asentí.
—Después les conté sobre el tiempo que estuvimos juntas.
—¿Y qué dijeron? —Astrid se cubrió la boca con la mano, abriendo mucho los ojos en espera de saber más.
—Que no podíamos permitir que te casaras.