Álvaro descubre que la casa que daba por abandonada está en realidad habitada por un anciano con un pasado inquietante, conocido en el pueblo como el Hombre de la Maza.
No tardaron en abrir la puerta en cuanto sonó el timbre. Álvaro supuso que Rosa, la madre de Sonia, estaba esperando su llegada. La mujer asomó la cabeza, sus característicos rizos negros estaban más alborotados de lo normal, y a pesar de tener un aspecto cansado, conservaba aquella dulce sonrisa que siempre le dedicaba al joven.
—¡Álvaro, qué sorpresa! —dijo mientras terminaba de abrir la puerta y le hacía gestos efusivos al muchacho para que entrara en la casa.
—¿No te dijo Sonia que pasaría por aquí? —preguntó Álvaro, reticente.
—Sí, sí, no te preocupes —respondió la mujer— Pero me dijo que vendrías a las seis y media, me has pillado preparando la cena para esta noche.
Álvaro puso los ojos en blanco.
—¿Seis y media? —Entró en la casa y siguió a Rosa hasta el iluminado y limpio salón— Me dijo a las seis.
—Ya la conoces —dijo Rosa— Ni ella sabe en qué día vive. Lo siento, cielo, tengo que vigilar el fuego... anda, toca algo en el piano mientras esperas, siempre es un placer escucharte.
Álvaro pensó que, si por aquella mujer fuera, estaría esclavizado tocando el piano día y noche para ella. Observó el instrumento junto a la pared del salón y asintió con una sonrisa. No quería ser maleducado, al fin y al cabo disfrutaba tocando, y tampoco tenía nada mejor que hacer.
—He estado practicando algunas canciones nuevas, ya me dirás luego qué te parecen —la mujer asintió con una sonrisa, y mientras se dirigía a la cocina, el joven se sentó en el asiento del piano y abrió la tapa. Las teclas tenían algo de polvo y supo que nadie había tocado en mucho tiempo. De hecho, sospechaba que él era el único que tocaba aquel instrumento. La abuela de Sonia era pianista, y cuando murió, su madre decidió quedarse con su piano como recuerdo. Hubo una temporada en la que Álvaro intentó darle clases particulares a Ismael, el hermano de Sonia, pero el crío estaba más interesado en los campeonatos del League of Legends.
Álvaro puso los dedos sobre el teclado y cerró los ojos para recordar los primeros compases de "La Dramatique" de Burgmüller. Le bastaba con tocar las primeras notas para que sus manos se movieran instintivamente siguiendo la melodía que había memorizado. Comenzó a un ritmo acelerado y suave, siguiendo las pautas que marcaban la partitura que había aprendido en cuanto a digitación, intensidad y articulación. Se dejó llevar, imaginando que se encontraba a solas en un espacio oscuro iluminado por un solo haz de luz. No porque fantaseara con estar en un escenario, sino porque quería estar completamente aislado de cualquier situación realista.
Siempre disfrutaba de la música y le gustaba tocar, pero no para otros, sino para él mismo. Cuando terminó de tocar, el sonido familiar de los aplausos lo devolvió a la realidad. Al girarse, vio a Sonia con el pelo todavía húmedo, acompañada de su madre.
—Fantástico, Álvaro —dijo Rosa entusiasmada— ¡Eres un artista!
—Bueno, no hace falta exagerar —Álvaro cerró la tapa del piano y se levantó para reunirse con Sonia, que ya se había sentado en el sillón.
—Mi madre te quiere más a ti que a mí —dijo Sonia poniendo los pies sobre la mesita de café. Llevaba unos calcetines grises con dibujitos de aguacates sonrientes.
—No puedo asegurar lo contrario, hija —respondió su madre con sorna— Te he dicho mil veces que no pongas los pies ahí, y sécate bien el pelo que te vas a resfriar.
—¿Y hacer esperar más a Álvaro? Hay que saber tratar a los invitados, mamá —miró a su madre con una sonrisa insidiosa— ¿Nos preparas un café? Por favor.
Rosa comenzó a reír y asintió. Álvaro observó en silencio la escena. Siempre se sentía extraño con la familia de Sonia, parecían llevarse muy bien entre todos y cuando había indicios de alguna discusión, nunca terminaban discutiendo.
Minutos después, Rosa volvió con un par de tazas grises y las dejó sobre la mesita del salón. Álvaro agarró la suya y dio un par de sorbos. El café le supo perfecto, no era demasiado intenso ni estaba demasiado caliente. No tardó en regresar la madre de Sonia con una tercera taza de café.
—Bueno, chicos, contadme —dijo mientras se sentaba en el sofá— ¿Cómo os va en el instituto?
—Venga, mamá, pasamos ocho horas diarias en el instituto, lo último que queremos es hablar de eso —dijo Sonia, dejando escapar un largo suspiro.
—Todo bien, Rosa —respondió Álvaro con educación, esperando que las conversaciones sobre estudios y otras obligaciones no se alargaran demasiado.
Rosa dio un sorbo a su café y sonrió al joven. Un silencio incómodo inundó la habitación. Sonia comenzó a reír de la nada, como si se hubiera acordado de algo gracioso.
—¿Sabes, mamá? —dijo con cierto misterio— El otro día, Álvaro conoció al Hombre de la Maza.
Rosa estuvo a punto de atragantarse con el café. No pareció gustarle escuchar esas palabras. Dejó la taza con sumo cuidado en la mesita y miró seriamente a su hija.
—Pobre hombre, no le llames así, por favor.
—¿Desde cuándo eres tan sensible? No hace ni dos horas estabas criticando el pelo de la tía Mónica —reprochó Sonia.
—Es distinto, cariño, tu tía no ha seguido mis consejos y al final se ha hecho un desastre. Además, el pelo crece.
Álvaro carraspeó, llamando la atención de las dos mujeres.
—Lo cierto es que me interesa saber más sobre el hombre que vive en esa casa —dijo, levantando los hombros—. Siempre pensé que estaba abandonada; juraría que nunca he visto a nadie allí ni he escuchado hablar de él. Es extraño, el pueblo no es tan grande y estas cosas no pasan desapercibidas.
Rosa miró al suelo durante unos segundos, como si estuviera pensando en una excusa para salir corriendo. Sujetó la taza con ambas manos, dio un largo sorbo y miró a los jóvenes con mucha seriedad.
—Nadie habla de ese hombre porque todos se olvidan de que existe —dijo la mujer—. Nunca sale de casa. Jamás. Además, todo el pueblo está en deuda con él, al menos los más adultos. Vosotros sois muy jóvenes para conocer la historia, ni siquiera yo había nacido cuando todo ocurrió.
—¿Qué pasó? —Álvaro estaba intrigado, necesitaba saber más—. ¿Es cierto que mató a su familia con una maza de hierro?
—No hagáis caso de rumores absurdos —el tono de Rosa era mucho más apagado de lo que solía ser. Álvaro supuso que era un tema muy delicado. Incluso Sonia había dejado a un lado su actitud bromista—. Os contaré todo lo que sé, al menos lo que mi madre me contó en su día. De todas formas, es algo que ocurrió hace muchísimo tiempo y que no merece la pena sacar a la luz de nuevo. Ese hombre ha sufrido mucho, y no merece que sus últimos años de vida se vean empañados por historias macabras.
Rosa dejó la taza sobre la mesa, enlazó los dedos de sus manos y se puso cómoda en el asiento.
—La historia comienza hace más de cincuenta años, en este mismo pueblo, con un joven llamado Daniel.
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