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El sábado en la noche, Andrés pasó por mí en su auto. Se bajó con una gorra oscura y una chaqueta ligera. Tenía una lata de bebida energética en la mano y otra en el bolsillo de su pantalón. 

—Para ti —dijo, lanzándomela. 

—¿Otra vez? 

—Te ves como si la necesitaras. 

Sonreí apenas y la abrí mientras subíamos al auto. 

—¿Seguro que quieres ir? —preguntó cuando encendió el motor. 

—No, pero tampoco quiero quedarme en casa. 

—Suficiente razón. 

El trayecto fue tranquilo. Andrés puso música, y yo me quedé mirando por la ventana. Las luces de la ciudad pasaban rápido, reflejándose en el vidrio. 

El trayecto fue tranquilo. Andrés puso música, y yo me quedé mirando por la ventana. Las luces de la ciudad pasaban rápido, reflejándose en el vidrio. 

Entonces sonó una canción que no había escuchado en mucho tiempo. 

No supe si fue la melodía o el momento exacto en el que llegó, pero de repente todo pareció encajar. El aire frío entrando por la ventana entreabierta, el ruido lejano de la ciudad, la forma en que Andrés tamborileaba los dedos contra el volante, sin decir nada. 

Me dejé llevar. 

No pensé en las cosas que había evitado todo el día. No pensé en lo cansado que estaba ni en la fiesta a la que no estaba seguro de querer ir. Solo me quedé ahí, sintiendo la música, el movimiento del auto en la carretera, la noche extendiéndose frente a nosotros como si no tuviera fin. 

Cerré los ojos por un momento y me di cuenta de que no importaba nada más. Solo estábamos nosotros, la carretera y una canción que de alguna manera lo hacía todo un poco más llevadero. 

Y por un instante, me sentí completo. 

Cuando llegamos, la casa de Esteban ya estaba llena. Desde la calle se escuchaba la música, y un grupo de gente fumaba en la entrada. Andrés apagó el auto, pero ninguno de los dos se movió de inmediato. 

—Buena canción —dije. 

—Lo sé —respondió, con una pequeña sonrisa. 

Nos quedamos en silencio unos segundos más antes de bajarnos. La noche seguía allí, esperando.

Víctor nos vio apenas cruzamos la puerta y levantó los brazos en un gesto de triunfo. 

—¡Sabía que vendrías! 

No respondí. Solo asentí y tomé la cerveza que me pasó. Andrés saludó con un gesto vago y se quedó a mi lado mientras nos abríamos paso entre la gente. 

La casa tenía el mismo ambiente que todas las fiestas a las que había ido últimamente: luces bajas, olor a alcohol y cigarro, y voces superpuestas en una conversación interminable. Víctor desapareció entre la multitud, y yo me quedé con Andrés en la cocina, apoyado contra la encimera, sosteniendo la botella sin mucho interés. 

—¿Conoces a alguien aquí? —preguntó Andrés. 

Miré alrededor. Vi algunas caras familiares, compañeros de la universidad, gente con la que había cruzado palabras en otras fiestas. Pero nadie con quien quisiera hablar realmente. 

—No mucho. 

Andrés tomó un sorbo de su cerveza y miró hacia la sala, donde un grupo jugaba a algo que involucraba cartas y tragos. 

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—¿Quieres jugar? 

Negué con la cabeza. 

—¿Quieres bailar? 

—Menos. 

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? 

Me encogí de hombros. Andrés rió entre dientes y tomó otro trago. 

—Eres pésimo para las fiestas, Benjamín. 

—Lo sé. 

Permanecimos en la cocina por un rato. Cada cierto tiempo, alguien entraba a buscar más bebidas, intercambiaba un par de palabras con nosotros y volvía a perderse en la multitud. Andrés hablaba con algunos, pero yo solo asentía, respondiendo lo justo. 

—Necesitas relajarte, bro —dijo Andrés. 

Lo miré y vi esa media sonrisa suya, la misma de siempre, la que no decía mucho pero insinuaba todo. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó algo pequeño, discreto, que sostuvo entre los dedos antes de ofrecerlo. 

Mi mente se dividió en dos. 

Una parte de mí quería rechazarlo. Quería decirle que no, que estaba cansado, que no tenía ganas, que no quería perder el control. Pero la otra parte, la más fuerte, la que últimamente tomaba todas las decisiones, solo quería apagar el ruido en mi cabeza, aunque fuera por un momento. 

Extendí la mano y lo tomé. 

Andrés asintió, como si ya supiera la respuesta desde el principio. Nos movimos fuera de la cocina, cruzando la casa hasta el patio trasero. Había menos gente allí. Un par de personas fumaban en la esquina, otros estaban sentados en el pasto, riendo por algo que no entendí. 

Andrés me pasó un encendedor y lo encendí sin pensarlo demasiado. Aspiré, sostuve el humo unos segundos y lo solté en una exhalación lenta. Sentí cómo bajaba por mi garganta, dejando un rastro cálido, y luego la sensación de ligereza que empezaba a extenderse. 

—¿Mejor? —preguntó Andrés. 

Asentí. 

Nos quedamos allí, apoyados contra la pared, sin necesidad de hablar demasiado. La música llegaba amortiguada desde adentro, y las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos. Por primera vez en toda la noche, el peso en mi pecho se sentía un poco más ligero. 

No sé cuánto tiempo pasó antes de que alguien se acercara. 

—¿Tienes fuego? —Era una chica que no conocía. O tal vez sí, pero no la recordaba. 

Le pasé el encendedor sin decir nada. Ella lo tomó, encendió su cigarro y me lo devolvió con una pequeña sonrisa. 

—¿No te divierte la fiesta? —preguntó. 

—No soy muy bueno en esto. 

—Se nota. 

Andrés rió bajo, sin intervenir. 

La chica exhaló el humo hacia un lado y me miró con curiosidad. 

—Entonces, ¿por qué vienes? 

Buena pregunta. 

No tenía una respuesta clara. Tal vez porque no quería estar en casa. Tal vez porque no quería estar solo. Tal vez porque, por un rato, era más fácil dejar que todo pasara a mi alrededor sin tener que pensar demasiado. 

Cartas para nadieWhere stories live. Discover now