Hermes llegó a su estancia en el Olimpo, cansado. Se había pasado el día de aquí para allá porque Zeus y Hera habían tenido una rencilla y le había tocado ser su intermediario. Cada frase, cada monosílabo, cada reproche debía ser escuchado por él y repetido en el mismo tono. Eso le había agotado.
Dejó su sombrero de ala grande y su bastón en el perchero de la entrada. Después se quitó las sandalias y también las colgó allí. Acarició al carnero que se había acercado a darle la bienvenida, y también el único que le permitían tener, y fue a revisar el correo de los dioses. Echó veinte cartas en la caja que servía de buzón a Ares, con todas las otras de Afrodita que el dios de la guerra no quería ni ver. Algunas de ellas eran tan antiguas que podría venderlas a los museos inventándose alguna cosa.
Repartió el resto de cartas que le habían dado, preguntándose por qué no lo hablaban si se veían todos los días. Dejó cinco de ellas sobre su escritorio, mirando las fotografías que tenía allí con sus hijos, amigos y conocidos. Se sentó un rato, observándolas mientras acariciaba el carnero. Todas ellas habían sido obtenidas tiempo atrás, algunas medio a escondidas, con una cámara Polaroid que le habían regalado.
Miró su bastón, ese caduceo que le hacían llevar a todas partes dentro del Olimpo. Lo cogió del perchero, cruzó la cortina de cristales de fantasmas que separaba su oficina de su habitación y lo colgó en el clavo que sobresalía de la parte derecha de la pared en la que estaba su cama. Allí lo había estado dejando el último milenio. Tenía otro, mucho más pequeño, colgando del cuello. Lo había conseguido a base de trueques con un joyero.
Fue hasta su armario, situado a su izquierda, y lo abrió. Se quitó la túnica, quedando en ropa interior, y sacó una camiseta de Sepultura. Se la puso y se dejó caer sobre la cama. Necesitaba descansar. Ni siquiera su extensa colección de amuletos le había protegido de hacer de recadero durante las discusiones de Zeus y Hera. Tenía de todo tipo de culturas, algunos más raros que otros. Un tiesto lleno de tréboles de cuatro hojas, una herradura sobre el cabecero de su cama, todo tipo de amuletos tradicionales de China, Japón, India... Pero sus favoritos eran dos de las culturas precolombinas de centro y sur América. Un amuleto hecho con dos fetos no nacidos, extraídos del vientre de su madre a su voluntad, y una cabeza reducida cuyo propietario original había sido uno de los ladrones más conocidos de la tribu. El primero lo tenía escondido en la mesita de noche y el segundo colgaba detrás de su puerta. También tenía piedras preciosas en bruto, especialmente esas atadas a los signos zodiacales. Desconocía el suyo, así que las tenía todas, de diferentes tamaños y formas.
Llamaron a la puerta. Se acurrucó sobre sí mismo, no quería ver a nadie. Cuatro toques. Seis toques. Dos toques. El carnero se acercó a la puerta, dándole pequeñas cabezadas. Se levantó y abrió la puerta, sabiendo quién estaba detrás.
– Hola mamá... digo, Perséfone – se corrigió Hermes a sí mismo.
– ¿Me devuelves las semillas de crisantemo que le has quitado a mi madre sin que se diera cuenta? – le pidió ella con su dulce y juvenil voz.
– Las tengo en mi bolsa. Entra.
Perséfone cerró la puerta tras de sí al entrar. Esa era la segunda parte de la contraseña. Se abrazó a ella y dejó que le acariciara el cabello.
– Todo el Olimpo ha escuchado su discusión y cómo te lo hacían repetir. ¿Estás bien? – le preguntó Perséfone.
– Cansado, es todo. Les he quitado varias cosas sin importancia, como la libretita dónde Hera lleva la cuenta de las amantes y los hijos de Zeus, y las he dejado en la habitación del otro.
– ¿Y a Zeus qué le has quitado?
– Su rayo, otra vez. Lo estaba usando para rascarse la espalda. Le he dado el cambiazo con una de las espadas oxidadas que tiene Hefesto.
– Tú siempre tan travieso. ¿Tienes algo para mí?
– Sobre el escritorio, cinco.
Perséfone soltó a Hermes y se sentó en el escritorio, leyendo las cartas que Hades le había escrito. Hermes se sentó en el suelo delante de un televisor de tubo y una consola play station 2. La encendió y se puso a mirar los pocos juegos que tenía, a ver con cuál le apetecía jugar.
– Ah, Hermes – le interrumpió Perséfone -. Tengo esto para ti.
– ¿Un videojuego? – preguntó Hermes mientras cogía la caja que ella le ofrecía -. God of War. No lo conozco.
– Es nuevo, y yo no podré jugarlo hasta otoño. Va de un tipo llamado Kratos...
– Qué pereza me da ese tío.
– ...un héroe griego que pierde a toda su familia durante la guerra y quiere vengarse de los dioses, matándolos a todos.
– Uh, eso sí que me interesa.
– Ya me dirás qué tal. Hades y yo lo estamos esperando.
– Tú léete sus cartas. Mañana le llevaré las respuestas.
– Las ocultaré bajo tu cama antes de irme.
– Vale.
Hermes empezó el juego mientras Perséfone leía y contestaba cada una de las cartas de Hades. Usó el juego de papelería que él tenía allí para ella. Completamente negro con motivos relacionados con la muerte. Ella y Hades usaban papel negro y tinta de color claro para comunicarse desde hacía mucho tiempo, siempre se las habían apañado para que fuera así. El otro juego de papelería era el personal de Hermes, verde con ovejitas. La punta del bolígrafo tenía una cabeza de carnero, mientras que el de Perséfone tenía una calavera negra.
El carnero de Hermes se acercó a Perséfone mientras ella escribía, asustado. Ella lo acarició, sabiendo que las imágenes del videojuego le habían perturbado. Usando su magia en una jardinera que tenía Hermes llena de tierra, creó algo de césped para que el animal pudiera comer.
– ¿Siguen sin dejarte tener más de uno? – le preguntó Perséfone.
– Desgraciadamente. Ojalá pudiera tener un rebaño entero, y uno de cabras.
– Ya hablaremos de eso pues.
– Eres la mejor madre que uno podría tener.
– Lo sé, no dejas de repetírmelo.
Mientras escribía, Perséfone jugueteó con uno de los amuletos que tenía Hermes sobre la mesa. Un ídolo de la América precolombina en forma de hombre de madera, que se levantaba y mostraba su imponente falo. Eso la hacía reír.
– Me voy, antes de que mi madre se dé cuenta de que no estoy. Dale un abrazo a Hades de mi parte cuando le veas – dijo Perséfone cuando terminó de escribir sus cartas.
– Como siempre.
Perséfone guardó las cartas de Hades en una caja bajo la cama de Hermes y dejó las que había escrito ella encima del escritorio. Después se paró al lado de Hermes.
– Hermes, mi cartera con las fotos de Hades.
– Sí, perdona mamá.
Hermes le devolvió la cartera. Persèfone la abrió, comprobando que estaban todas y encontrándose con una nueva. Una de Hades llevando uno de sus vestidos, estando de espaldas a Hermes.
– Gracias peque – le dijo Perséfone.
– Ni se dio cuenta de que se la hice.
– Tú siempre tan sigiloso.
– A ti y a papá os va a gustar este juego. Está muy bien.
– Bueno saberlo. Nos vamos viendo por el Olimpo.
– Hasta que vuelvas a casa.
Perséfone se despidió de Hermes y salió de sus aposentos sin ser vista. El carnero se tumbó al lado de Hermes para dormir mientras él seguía jugando a ese videojuego. De vez en cuando Hermes lo acariciaba para que estuviera tranquilo, ya que él había conseguido estarlo.
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Mensajero del inframundo
Short StoryDesafío del mes de Agosto para el canal de Twitch de Aquila_Inferna, en el que debía imaginarse la habitación del dios Hermes, mensajero de dioses y protector de viajeros y ladrones, entre muchas otras cosas.