Los zombies de Pandora

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Faltaba poco para llegar a la casa de Epimeteo para su boda cuando Pandora abrió la enorme vasija que los dioses le habían entregado para su dote nupcial. La curiosidad le pudo, necesitaba saber qué clase de riquezas había dentro.

Pero dentro no había nada. Pandora la examinó atentamente, buscando una señal de su posible contenido cuando vio algo moverse en el fondo. Lo observó, intentando identificar lo que era, y gritó de terror al hacerlo, tumbando la vasija. Una mano salió de ella, pegada un hombre putrefacto que apareció detrás. Pandora salió corriendo, tan lejos como pudo, sin ver que ese hombre no fue el único que salió de dentro de la vasija.

En medio de un campo de manzanos, una joven miró en la dirección en la que se encontraba la vasija. Estaba muy lejos, pero lo había sentido.

– Los muertos caminan entre los vivos... – murmuró la joven, siendo escuchada sólo por una de las ninfas que la acompañaban, y esta ni siquiera la entendió bien.

La joven no le dijo nada a nadie sobre lo que había notado, ya que su madre le tenía prohibido hablar sobre los muertos o la propia muerte. Esperó no más de dos días a que él apareciera en el Olimpo después de que todos los dioses fueran llamados a encerrarse allí debido a... cierto problema. Él era el único al que no dejaban entrar, pero se las apañó para convencerles de abrirle las puertas.

– ¿Pero se puede saber qué habéis hecho? – preguntó el hombre al entrar, visiblemente enfadado pero con aire calmado. Algunos de los presentes agacharon la cabeza –. ¿Quién ha sido? ¿A quién se le ocurrió semejante idea?

– No sé a qué te refieres, Hades – dijo aquel que estaba sentado en un trono.

– Muertos vivientes.

– Caminantes putrefactos – dijo la joven, haciendo que Hades la mirara y sonriera.

– Cadáveres andantes.

– Cuerpos sin alma.

– Vale ya, lo he pillado – dijo el hombre del trono –. Tampoco es para tanto. Y Kore, deja de seguirle el juego.

– Cállate Zeus – le soltó la joven –. Hades, querido, crearon a una joven de barro llamada Pandora y se la entregaron como esposa a Epimeteo, el hermano de Prometeo, junto con una vasija que debía contener todos los males del mundo. Pero lo que contenía eran...

– ¡Kore! ¡Basta ya! – le gritó su madre.

La joven se giró y le sacó la lengua. Poco a poco se había ido acercando a Hades, quedando a su lado.

– ¿Sois conscientes del marrón en el que me habéis metido? – les preguntó Hades –. ¿Sabéis la de gente que ha bajado hasta el inframundo que ha sido mordida por esos...?

– Huesos podridos – dijo la joven.

– Gracias mi reina. Toda esa gente me echa las culpas a mí, cuando ni siquiera he participado en todo esto.

– Ni yo tampoco.

– Sólo era una pequeña broma para Epimeteo, no es para tanto – dijo Zeus, intentando quitarle hierro al asunto.

Hades y su reina se lo quedaron mirando fijamente unos segundos, sabiendo de sobras que la situación no era para nada una broma.

– ¿Puedo pegarle una pedrada? – preguntó ella.

– Aún no, Perséfone. Aún no – le contestó Hades –. Primero hay que contener la situación, hay como un millar de almas que han muerto de esta manera y sus cuerpos siguen moviéndose.

– Y al menos otro millar mordidos y agonizando. He visto algunos de lejos, es desagradable.

– ¿Me acompañas, querida?

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