CAPÍTULO 31

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Alfonso Herrera

Cuando entré en las oficinas me extrañó ver la silla de la señorita Puente

vacía. Me acerqué a la mesa y comprobé que el ordenador estaba apagado.

Estiré la mano para dejar al descubierto mi reloj de muñeca y lo consulté.

¿Dónde diablos estaba? Llevaba más de quince minutos de retraso. Pese a sus

despistes y su rosario diario de desastres, había conseguido llegar puntual

todos los días. Menos aquel, al parecer.

Me pregunté si habría tenido el atrevimiento de dimitir después de la

discusión que habíamos tenido la tarde anterior. No podía. Aunque hubiera

renunciado a su trabajo, tenía que avisarme con quince días de antelación, no

podía irse de un día para otro. No, si quería evitar problemas.

Sin entrar en mi despacho, me di media vuelta y me fui a ver a Jerry.

—Buenos días, señor Herrera —me saludó Tessa, su secretaria, después

de carraspear nerviosamente para aclararse la garganta.

—Buenos días —dije—. ¿Ha llegado el señor Morgan? —le pregunté.

—Sí, señor.

Asentí y me dirigí a la puerta. Después de golpear con los nudillos el

cristal, entré.

Jerry estaba concentrado leyendo un dosier y tomando notas en una

libreta.

—¿Sabes algo de la señorita Puente? —le pregunté.

—¿Por qué tendría que saberlo? —me preguntó a su vez mientras

continuaba leyendo.

—Ayer hablaste con ella, ¿te comentó si tenía pensado renunciar? Mira

qué horas son y no ha venido.

—A lo mejor solo llega tarde —respondió Jerry sin mucho entusiasmo.

Supuse que seguía enfadado por el encontronazo del día anterior.

El sonido de mi teléfono móvil avisándome de una llamada interrumpió la

conversación. Me llevé la mano hasta el bolsillo del pantalón y lo saqué.

—Dígame...

—Señor Herrera, le llamo de Recursos Humanos —se presentó una voz

femenina—. He intentado ponerme en contacto con usted a través del

teléfono fijo de su despacho, pero no me lo ha cogido...

—¿Qué ocurre? —pregunté con impaciencia.

¿Definitivamente la señorita Puente se había atrevido a renunciar?

—Ha llamado la señorita Puente, está resfriada y no podrá venir hoy.

Ahí estaba el motivo de su ausencia. Un resfriado.

—Gracias.

Colgué la llamada y me guardé el móvil de nuevo en el pantalón. Jerry

continuaba con la cabeza inclinada hacia la mesa, trabajando

concentradamente en el dosier.

—Era de Recursos Humanos... La señorita Puente está resfriada y no

vendrá hoy —le informé.

—Me alegro de que no se deba a una renuncia —dijo Jerry, sin dejar de

mirar los papeles.

—Yo también —añadí. El despacho se quedó en silencio después de mi

afirmación. Di un paso hacia adelante—. Jerry, ¿te gusta esa chica? —le

pregunté directamente, sin andarme por las ramas.

Jerry dejó lo que estaba haciendo y por primera vez desde que había

entrado levantó el rostro hacia mí. En sus labios había una sonrisa de medio

lado.

—Alfonso, te dije ayer que no —contestó, jugueteando con el bolígrafo que

tenía en la mano—. No la defiendo porque me guste, la defiendo porque es

una tía muy válida. Joder, me cae bien. Me produce... No sé... —Alzó los

hombros—... ternura.

—Está bien, no te lo volveré a preguntar más veces —dije—. No quiero

discutir por la señorita Puente —añadí en tono conciliador.

—No discutimos por la señorita Puente, Alfonso. Discutimos por tu

empeño en no dar una oportunidad a las personas. Por tratar a todo el mundo

igual, por no hacer concesiones con nadie —dijo Jerry—. Ella no es un

directivo de una multinacional ni un tiburón de Wall Street con los que tan

acostumbrado estás a tratar. No es alguien a quien tengas que enfrentarte en

una licitación o en una sala de juntas. Es una niña que está empezando a

labrarse un futuro, que solo quiere que le den una oportunidad...

—Me conoces, Jerry. Sabes cómo soy... —traté de justificar mi

comportamiento.

—Sí, sé cómo eres. Te conozco muy bien. Pero lo que no sé es si eso es un

subterfugio en el que poder ampararte.

—Supongo que no —admití—. En el fondo soy tan terrible como la gente

dice a menudo que soy.

—Siempre hay posibilidad de cambiar, Alfonso. Las personas no somos

objetos invariables —dijo Jerry—. Solo hay que proponérselo.

—Yo no quiero cambiar —afirmé rotundo.

Me negaba a hacerlo.

Y eso es algo que tenía muy claro y a lo que me aferraba como si me fuera

la vida en ello. Era mi tabla de salvación. Lo que me mantenía a flote. Si la

gente pensaba que era un hombre implacable y despiadado, es porque lo era.

En eso me había convertido: en un hombre sin alma, sin corazón. No iban

desencaminados. Esa reputación es la que había ido construyendo

meticulosamente alrededor de mí. Durante años había ido tejiendo hilo a hilo

la tela de araña que mantuviera a la gente alejada de mí, que no les permitiera

acercarse lo suficiente para conocerme. Quería que siguieran creyendo lo que

creían. No iba a ser yo quien les dijera ni demostrara lo contrario. Me gustaba

que me respetaran, aunque ese respeto naciera del miedo.

—Te vas a perder muchas cosas —dijo Jerry.

—¿Cómo a la señorita Puente? —había una nota de burla en mi voz que

no me molesté en disimular.

En cambio, la voz de Jerry era seria.

—Por ejemplo —dijo.

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