Bereth
El silencio de la cabaña era insoportable, roto solo por la respiración entrecortada de Reboredo. Su rostro, antes impenetrable y lleno de poder, ahora estaba pálido, marcado por el dolor que trataba de disimular. Yo lo miraba desde la sombra, sintiendo cómo la tentación de dejarlo morir allí crecía con cada minuto que pasaba. El mundo sería un lugar mejor sin él, sin su manipulación, sin sus juegos de poder.
Mis manos temblaban un poco, aunque no por miedo, sino por la adrenalina de la posibilidad. Podía irme ahora, desaparecer, dejar que el bosque y el tiempo hicieran el trabajo sucio. Nadie sospecharía. Él moriría solo, olvidado, como la cabaña en la que nos escondíamos.
Pero entonces su voz, aunque débil, cortó el aire.
—Sé lo que estás pensando, Bereth —dijo, su tono apenas un susurro—. Pero si me dejas morir... jamás podrás derrotar a Carlos.
Cada respiración que tomaba era un esfuerzo titánico. La viga que me había golpeado la espalda me dejó un dolor constante, y el humo que había tragado hacía que cada inhalación quemara. Sentía mi cuerpo agotado, herido, pero no podía detenerme. Estaba tan cerca de dejarlo allí, de abandonarlo a su suerte.
Reboredo me observaba con ojos entrecerrados, casi como si estuviera leyendo mi mente.
—Carlos no es mi problema —le espeté, con la voz más firme de lo que me sentía.
Miguel soltó una risa ahogada, amarga y llena de dolor, pero no por eso menos peligrosa.
—¿No es tu problema? —se burló, su tono bajo pero cortante—. Te crees libre de esto, ¿verdad? —Hizo una pausa, intentando controlarse mientras el dolor le surcaba el rostro—. Carlos no solo quiere acabar conmigo, Bereth. Va a destruir toda mi descendencia. Y cuando se entere de que tú eres mi hijo... te tendrá en la mira.
Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones, como si esa verdad se hubiera materializado, aplastándome. Sabía que no podía escapar de mi propio destino, pero escuchar esas palabras de su boca hizo que la realidad se clavara más hondo. La sombra de Carlos no solo me perseguiría a mí, sino que lo haría con una furia imparable si descubría mi verdadera identidad.
—¿Por qué debería importarme? —murmuré, intentando mantener el control. Sabía que Miguel estaba tratando de manipularme, como siempre hacía. Pero algo en su mirada, en su tono, parecía más real, más crudo esta vez.
—Porque, si me ayudas —dijo Miguel, haciendo una pausa para tomar aire, claramente debilitado—, serás mi único heredero. Todo lo que he construido... será tuyo. No habrá lugar para Carlos ni para sus planes. Podrás tener el control total.
El silencio volvió a llenar el espacio entre nosotros, roto solo por el crujido ocasional del viejo techo de la cabaña. Mis pensamientos corrían a mil por hora. El poder, el control... era una oferta demasiado tentadora, y Miguel lo sabía. Sin embargo, otra pregunta persistía en mi mente, una que no podía ignorar.
—¿Y Maia? —pregunté, con la voz más suave de lo que esperaba. Hablar de ella abría una herida en mí, una que no sabía cómo cerrar.
Por primera vez en mucho tiempo, vi algo distinto en Reboredo. Su rostro endurecido, siempre calculador, se suavizó. Era una vulnerabilidad que rara vez mostraba. Los ojos de Miguel, llenos de una frialdad implacable, ahora reflejaban algo que se asemejaba a la culpa, o al menos, al pesar.
—Maia no tiene lugar en esto —respondió finalmente, su voz quebrándose levemente—. Ella no merece estar atrapada en el fuego cruzado de lo que yo he creado. Si sobrevivo... desapareceremos. Ella y yo. Nos iremos para siempre. Ninguno de ustedes tendrá que cargar con mi sombra.
Mi corazón se apretó. ¿Desaparecer? Maia, su hija... mi hermana. ¿De verdad estaba dispuesto a apartarla del mundo que él mismo había moldeado? ¿Era esa su forma de intentar redimirse, de protegerla de la oscuridad que siempre lo rodeaba?
—¿Crees que puedes simplemente desaparecer? —le pregunté, incrédulo—. Carlos no te dejará en paz. No nos dejará en paz. Y si desapareces, ¿qué me queda a mí?
Miguel me miró fijamente, sus ojos brillando con una mezcla de determinación y algo más oscuro. Sabía que no estaba contando todo, que había algo que se guardaba. Y entonces lo soltó, con una voz casi calculada:
—Tienes que matarlo, Bereth.
La palabra "matar" resonó en mi mente como una explosión silenciosa. No era la primera vez que escuchaba algo así, pero la frialdad con la que lo dijo me dejó en silencio por un segundo. Asesinar a Carlos. La idea no me asustaba, pero me intrigaba el hecho de que él, el hombre que había aplastado a tantos bajo su poder, me estuviera pidiendo que lo hiciera por él.
—¿Y por qué no lo haces tú? —pregunté, con una sonrisa torcida en los labios—. Has matado a más personas de las que puedo contar. ¿Qué te detiene ahora?
Miguel apartó la mirada. Por primera vez, lo vi vacilar. Se quedó en silencio unos instantes antes de susurrar:
—Porque no soy capaz de matar a mi hermano, por más que lo desee. Siempre he deseado su muerte, pero... él es mi sangre. Yo no puedo hacerlo.
No podía evitar sentir desprecio al ver su debilidad. ¿Qué tipo de hombre podía destruir a todos los que le rodeaban, pero no a su propio hermano? Ese sentimentalismo que siempre había despreciado en los demás ahora lo veía frente a mí, en mi propio padre.
—Entonces, ¿esperas que lo haga yo? —Mi tono era cortante, casi burlón—. Que limpie tu desorden, y a cambio... ¿qué? ¿Una promesa vacía de que desaparecerás?
Miguel volvió a levantar la mirada, y esta vez, sus ojos no mostraban nada de esa debilidad. Solo había una promesa oscura.
—A cambio de todo, Bereth. El imperio. Mi poder. Mi legado. Si lo haces, serás mi único heredero. Nadie podrá tocarte. Ni siquiera Carlos.
El poder. Esa palabra siempre rondaba en mi mente, pero esta vez resonaba diferente. Más tentadora. Maté a tres hombres hoy y sentí algo que jamás había experimentado: control absoluto. Y ahora, mi propio padre me ofrecía un futuro donde ese control sería infinito.