Capítulo XXI

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Las palabras se seguían repitiendo en mi cabeza en un ciclo sin final que comenzaba a volverse asesino

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Las palabras se seguían repitiendo en mi cabeza en un ciclo sin final que comenzaba a volverse asesino. Me mataba por dentro tener que aceptar sin más lo que había escuchado, lo que tan claramente se había guardado en la memoria, por parecerme irreal a cada instante. Prefería pensar que era tan solo un sueño y que continuaba cada acusación siendo solo una obra maestra de mi mente, pero entonces golpeaba de nuevo mi realidad.

Me sorprendí siendo más fuerte de lo que pensé alguna vez que podría llegar a ser. Me imaginé más de una vez rompiendo en llanto, desolada, traicionada, porque aquel que me inspiraba confianza y admiración acabó con ellas de forma tan exacta y tan cruel, en un corte fulminante. Sin embargo, debía reconocer que supe como pelear esa batalla contra mí misma, con aquel lado frágil que amenazaba con romperse. Si algo bueno tuviera que atribuirle a toda esa mezcolanza de sentimientos, era que me había demostrado que era capaz de ser más fuerte mentalmente de lo que alguna vez hubiese llegado a fantasear.

Sabía de antemano, porque cuando eran solo dudas ya había ocurrido, que no podría sacarme a Laurent de la cabeza. ¿Por qué tenía que ser así? Comencé a maldecirlo apenas me di la vuelta para huir de la confrontación, seguía dándole a su nombre una connotación negativa cuando aquel se aparecía ante mis sentidos en un espejismo, entonces, ¿por qué simplemente no podía odiarlo?

La única verdad era que no solo él ocupaba mi mente; en alguno de mis insomnios, aparecióse el nombre verdadero de Anne junto a una infausta pregunta: ellos intentaron matar al ahora rey de Idalia, ¿también habrían tenido que ver con la muerte de ella?

Lo que se decía de la muerte de la joven reina Ozanne era terrible, impensable y un acto de cobardía, como tantos lo habían tildado. Los testimonios eran claros, dichos por hombres y mujeres honorables, así como también de centenares de siervos del palacio: vieron a la reina, desanimada desde hacía ya un tiempo, caer desde lo alto de un salón, rompiendo en el proceso un colorido ventanal que contrastaba con lo umbroso de la muerte. Las heridas en su cuerpo, desde cortes leves hasta contusiones en las que se vieron afectados los órganos vitales, eran más que abundantes; y el carmesí de su sangre enmarcaba tétricamente la escena. No fue sino a hasta pasados unos minutos que el médico real declaró: «No hay nada ya por hacer. No cabe duda de que hemos caído en la más profunda desgracia. La Reina Ozanne, al igual que su padre, nos ha dejado».

Nadie cerca de ella en el momento del deceso, muchos guardias vigilándola a ella y todo lo que consumía, cientos de testigos visuales que respaldaban la versión relatada y un rumor sobre el decaimiento de sus ánimos dejaban ya poco a la duda; determinaron los encargados de la investigación que si había alguien responsable de la muerte de la reina Ozanne, no era otro sino ella misma.

Se instauraba la duda y plantaba bandera en mí, no tenía muchos motivos para creerlo pero la historia, por muy bien fundamentada que estuviere, no terminaba de encajar. Los bordes de aquella pieza estaban fina e imperceptiblemente raspados por lo que a simple vista parecían encajar con el resto del amplio rompecabezas, pero si se veía muy de cerca se podía comprobar que los bordes eran disparejos.

Desde el plano de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora