Arqueología accidentada

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Un grupo de arqueólogos se había dispuesto a probar que la famosa guerra de Troya ocurrió, caballo incluido, algo extremadamente difícil. Pero con diez niveles de murallas, algún rastro debía haber de la misma. Y así mismo se lo plantearon al gobierno turco, del cual dependía el yacimiento.

Viendo que eso podría atraer un tipo de turismo muy concreto al país, el gobierno turco permitió que se buscaran esos, posiblemente inexistentes, indicios de la famosa guerra de la mitología. Eso también atrajo a muchos estudiantes de arqueología que querían explorar la ciudad, y las peticiones para ser parte del equipo que probaría que la guerra había sucedido llovían a miles. Hubo que rechazar muchas más de las previstas.

Pero para el público general, ellos no eran más que unos locos. Era un mito, no iban a encontrar nada a pesar de todas las excavaciones anteriores que se habían hecho. Incluso empezaron rumores de que el jefe de la expedición sufría demencia y debía ser inhabilitado.

Nada más lejos de la realidad, ese hombre estaba lúcido. Tenía todo tipo de documentación que había recopilado y cálculos que había hecho, intentando recrear la propia batalla para así decirles a todos dónde debían excavar. Las primeras sorpresas no tardaron en llegar.

Se encontraron restos de ánforas cargadas con dracmas de oro puro, posiblemente parte del tesoro de la ciudad, en una de las salas medio derruidas. Medio enterrado en uno de los patios se encontraron los restos de un extraño e inmenso barril para el cual no tuvieron ningún tipo de explicación. Pero lo que más sorprendió fue lo que había enterrado a las afueras de todas las murallas que tuvo la ciudad en toda su existencia.

El Paladio. Esa estatua de madera dedicada a Atenea, o a Palas según versiones, que cayó allí cuando Ilo construyó la ciudad y que debía protegerla de todo mal. Según se decía, el Paladio había sido robado de la ciudad de Troya y llevado hasta Esparta. Fuentes posteriores sugieren que fue llevado a Roma, e incluso a Constantinopla. Pero allí estaba, enterrado al lado de sus murallas.

Cuando avisaron al jefe de la expedición, este no se lo creía. Tuvo que comprobarlo con sus propios ojos. Allí estaba la estatua de madera, mágicamente conservada, como si nunca hubiera sido enterrada ni dañada por nada. Su estado debía ser alguna señal divina, y por eso se decidió moverla para poder llevarla a un museo. Se levantó con sumo cuidado, usando una grúa para que nadie la tocara, evitando así algunas de sus oscuras leyendas. Pero una vez alzado, una de las correas se rompió y el Paladio cayó con todo su peso encima del jefe de la expedición, astillándose en mil pedazos y matando al hombre en el proceso. Al parecer, no estaba tan bien conservado como se creía.

Debido al curioso emplazamiento de su muerte, su alma fue llevada al inframundo griego, ante el mismísimo Hades. Tanto él como Caronte se sorprendieron de ver un alma allí después de tantos siglos. Estaban ambos en el borde exterior del inframundo, al otro lado del río, cuando llego. El hombre quería hacerles cientos de preguntas para poder explicar su hallazgo a sus compañeros de profesión y que dejaran de tacharle de loco, pero se quedó boquiabierto cuando Hades sacó una tableta electrónica de debajo su túnica.

- Sí, esta alma nos toca a nosotros – dijo Hades, revisando la tableta -. Al parecer por ubicación. ¿Dónde ha muerto este tío? Oh, vaya...

- ¿Dónde ha sido? – le preguntó Caronte.

- No es sólo el dónde, sino el qué. Mira.

Caronte soltó una risa ahogada al ver cómo ese hombre había muerto. Hades procuraba por todos los medios no reírse, manteniendo la seriedad en todo momento.

- ¿Ya puede pagar el viaje? Supongo que conoce las reglas si ha muerto en esa ubicación – le preguntó Caronte al hombre.

El hombre sacó su cartera. En ella tenía poco más de cien euros, y dos dracmas que encontró en su primera expedición y que guardaba como amuletos de la suerte. Nunca pensó que iba a usarlos de verdad. Caronte le indicó con un gesto que podía subir a su barca para llevarle al otro lado.

- Se alegrarán de que haya una cara nueva – le informó Hades a Caronte -. Hace mucho que no viene nadie, y podrá hacer las preguntas que quiera, aunque la información jamás saldrá al exterior.

- ¿Te llevo al otro lado?

- No, me quedo un poco más. Perséfone llegará en cualquier momento. A ver qué novedades del exterior me trae.

- Muy bien.

Caronte subió a su barca y se llevó el alma de ese pobre hombre al otro lado del río. Hades se quedó allí, observando cómo se iban. Se despidió del hombre cuando vio que este le miraba.

- ¡Oye! ¿Adónde vas? Esto aún no ha terminado.

Te habla a ti.

- Vaya, parece que esa no era la única alma que íbamos a recibir hoy. Sorprendente. ¿Eh? ¿Qué no puedes estar muerto porque eres un lector? Bueno, veamos... ¿Este no eres tú?

Hades te enseña la tableta. Ahí están tus datos. Tu nombre, fecha de nacimiento, la horrenda foto de tu último documento de identidad, color de ojos, de cabello, volumen de tu cabello... Datos de tus padres, tus abuelos, tu primer amor, tus notas de la escuela... Son muchos datos, ¿no crees?

- Sales muy desfavorecido en esa foto, pero eres tú. Las facciones no engañan. Verás, es muy fácil de explicar. La ficción a veces se vuelve realidad. Y tú te acercaste demasiado al Paladio cuando te imaginaste la muerte de ese hombre. Tanto, que te empaló uno de los brazos de la estatua. Mira, Hermes acaba de mandarme una foto de tu cadáver.

Observas la imagen. Sí, eres tú. Sí, ese brazo de madera te atraviesa el pecho. Sí, es mucha sangre. No sobreviviste.

- ¿Puedes pagarle a Caronte o te vas a quedar aquí los cien años de rigor antes de que te lleve gratis?

Mira tu mano. Mírala. Ahí los tienes, los dracmas para pagar el viaje. Los has tocado al caer muerto. Disfruta de tu nueva e inmortal vida en la oscura cueva que es el inframundo griego.

- Oye, narrador, que tan oscura no es. Me encargué de ello.

Mis disculpas, majestad.

- Espero que te guste la Grecia antigua, porque vas a vivirla en carnes propias por el resto de la eternidad...

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