Había una vez en un pequeño departamento en una gran ciudad, una persona muy normal. Este chico de piel blanca y actitud melancólica, estaba en el umbral de la existencia con una tristeza profunda, tan profunda como el amor de un poeta por la poesía. Su mirada, más allá de sus ojos celestes, era un reflejo de la desolación que moraba en su interior.
Cada vez que llovía, el chico se sentaba frente a la ventana, observando las gotas que danzaban sobre el cristal como diminutos niños risueños. Para él, esas gotas no eran simplemente agua que caía del cielo, sino pequeñas criaturas que buscaban un sentido en su travesía por el vidrio.
En la mente de esa persona, cada gota llevaba consigo la chispa de la individualidad.
Con alegría infantil, creía que estos seres líquidos eran únicos en su descenso, cada uno portador de un destello singular. Esa alegría infantil se desaparece al llegar las gotas al final de su recorrido, esos pequeños niñitos se confundían en la multitud, perdiendo su identidad entre la masa de agua que se deslizaba sin cesar.
El chico contemplaba con pesar cómo las gotas, una vez individuales y distintas, se convertían en anónimas en su destino final. En su cabeza resonaban los ecos de la desesperanza, se preguntaba el por qué todo acababa sin gracia y borrosos entre las multitudes. ¿Por qué él era una gota más mezclada entre las demás?
Así, la lluvia se convertía en un recordatorio para esa persona. Un recordatorio de que todos terminamos igual, solo somos un pequeño ruido efímero y terminamos siendo nada.
Una vez más el chico se quedaba contemplando la interminable lluvia a través de su gran ventana, deseando que alguna vez alguna gota se quedase inmóvil, que se quedase solo para él. De sus hermosos ojos celestes salían algunos niños risueños, ellos caían hasta la mejilla del chico y luego eran borradas, no se confundían con nadie.