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── ☼—¡Esperen! —llamó Soleil.
—¿Qué pasa?
Se encontraban a la altura de la tumba de aquel Abbott desconocido.
—Ahí hay alguien. Alguien nos está observando. Lo noto. Allí, detrás de esos arbustos.
Se quedaron quietos, escrutando los densos y negros límites del cementerio. Pero ellos no parecían ver nada.
—¿Estás segura? —inquirió Harry.
—He visto moverse algo, juraría que he... —Se separó de él para tener libre el brazo de la varita.
—Tenemos aspecto de muggles —le recordó Hermione.
—¡Sí, de unos muggles que acaban de dejar flores en la tumba de tus padres! ¡Estoy segura de que hay alguien, Hermione!
A la chica le vino a la memoria el libro Historia de la magia; se suponía que en ese cementerio había fantasmas. ¿Y si...? Pero entonces oyó un susurro y percibió un pequeño remolino de nieve que se desplazaba en el arbusto que Soleil había señalado. Los fantasmas no movían la nieve...
—Será un gato —comentó Harry— o un pájaro. Si fuera un mortífago ya estaríamos muertos. Pero salgamos de aquí y volvamos a ponernos la capa.
Miraron hacia atrás varias veces mientras salían del cementerio. Se alegró cuando llegaron a la cancela y pisaron la resbaladiza acera; entonces se taparon con la capa invisible.
El pub estaba más lleno que antes, y en su interior un coro de voces cantaba el mismo villancico que habían oído cuando se acercaron a la iglesia. Hermione murmuró: «Vamos por aquí», y los arrastró por una oscura calle por la que se salía del pueblo en dirección opuesta a la que los había llevado a Godric's Hollow. Soleil distinguió el punto donde terminaban las casitas y el camino se perdía de nuevo en los campos, así que anduvieron tan rápido como les fue posible, pasando por delante de varias ventanas en las que destellaban luces multicolores y a través de cuyas cortinas se adivinaba el contorno de árboles navideños.
—¿Cómo vamos a encontrar la casa de Bathilda? —preguntó Hermione, que temblaba ligeramente y no paraba de mirar hacia atrás—. ¿Ustedes qué opinan? ¡Oigan!
La chica le tiró del brazo, pero ella no estaba prestándole atención, concentrada en la oscura edificación que se alzaba al final de la hilera de casas. A continuación, Harry echó a correr tirando de ambas amigas, y resbalaron un poco en el hielo.
El encantamiento Fidelio debía de haber perdido su eficacia al morir James y Lily, porque Soleil la veía. El seto había crecido desmesuradamente en los dieciséis años transcurridos desde que Hagrid había rescatado a Harry de entre los escombros esparcidos por la hierba, que ahora le llegaba por la cintura. Gran parte de la casita seguía en pie, aunque cubierta por completo de oscura hiedra y nieve, pero la zona derecha del piso superior estaba destrozada. Los tres se quedaron de pie frente a la verja contemplando las ruinas de lo que, en su día, fue una casita muy parecida a las que había al lado.
—No entiendo por qué no la reconstruyeron —susurró Hermione.
—A lo mejor es que no se puede. —Soleil miró a Harry de reojo mientras le acariciaba lentamente la fría espalda— Tal vez pasa como con las heridas producidas por magia oscura, que es imposible curarlas.
El chico sacó una mano de debajo de la capa y la apoyó sobre la oxidada verja cubierta de nieve, no con la intención de abrirla, sino simplemente por tocar una parte de la casa.
—¿No piensas entrar? —saltó Hermione— No parece muy segura, podría... ¡Oh, Harry! ¡Mira!
Por lo visto, el roce de la mano sobre la verja había provocado que en el suelo, frente a ellos y entre la maraña de ortigas y hierbajos, surgiera un letrero de madera, como una extraña flor de crecimiento rápido, con una inscripción en letras doradas:
En este lugar, la noche del 31 de octubre de 1981, Lily y James Potter perdieron la vida. Su hijo,
Harry, es el único mago que ha sobrevivido a la maldición asesina. Esta casa, invisible para los muggles, permanece en ruinas como monumento a los Potter y como recordatorio de la violencia que destrozó una familia.
Alrededor de esas frases pulcramente trazadas, otros magos y brujas que habían visitado el lugar donde «el niño que sobrevivió» logró escapar, habían añadido anotaciones. Algunos se limitaron a firmar con tinta imperecedera; otros grabaron sus iniciales en la madera, y otros escribieron mensajes. De entre éstos, los más recientes, que brillaban sobre los grafitis mágicos de dieciséis años de antigüedad, decían cosas muy parecidas: «Buena suerte, Harry, dondequiera que estés»; «Si lees esto, Harry, que sepas que estamos contigo», o bien, «Larga vida a Harry Potter».
—¡No deberían haber escrito en ese letrero! —se indignó Hermione.
Pero Harry la miró esbozando una sonrisa radiante, y replicó:
—Es genial. Me encanta que lo hayan hecho. Es...
—Hey. —señaló Soleil, alarmada— Allá.
Una figura envuelta de arriba abajo se les acercaba renqueando; las luces de la lejana plaza recortaban su silueta. A Soleil le pareció que era una mujer, aunque resultaba difícil distinguirla. Andaba despacio, probablemente para no resbalar en el suelo nevado, pero el hecho de caminar encorvada, su gordura y la forma de arrastrar los pies indicaban que se trataba de una persona muy anciana. La observaron acercarse. Soleil pensó que tal vez entraría en alguna de las casitas por las que pasaba, pero su instinto le decía que no lo haría. Al fin la figura se detuvo a pocos metros de ellos y se quedó quieta en medio de la calle helada, mirándolos.
Hermione pellizcó a Soleil en el brazo, pero no hacía falta. No había prácticamente ninguna probabilidad de que esa mujer fuera una muggle: estaba allí inmóvil, contemplando una casa que, de no ser una bruja, le habría sido del todo imposible ver. Sin embargo, aun así era extraño que hubiera salido a la calle, de noche y con aquel frío, sólo para mirar una vieja casa en ruinas. Por otra parte, según todas las leyes de la magia normal, a la mujer no le sería posible ver a Soleil, Hermione ni a Harry. Sin embargo, la muchacha intuía que la anciana sabía que estaban allí e incluso quiénes eran. Acababa de llegar a esa inquietante conclusión cuando la mujer levantó una mano enguantada y les indicó que se acercaran. Hermione se estrechó más contra Soleil bajo la capa, con un brazo pegado al suyo.