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Skye
Edmonton, 2 de noviembre de 1994
10:00 A.M.

Una vez llegué a la estación de tren que había situada más al norte de la ciudad, me acerqué al mostrador y pedí un billete de solo ida a White Horse. Fui a la aventura, sin haberme informado antes de los trenes, llevada por una impaciencia que hacía años no sentía en el cuerpo. No estaba acostumbrada a esa forma de hacer las cosas, sin pensar y un poco a lo loco, pero parecía que tenía la suerte de mi lado, ya que la mujer al otro lado del mostrador me tendió un billete que pagué de forma inmediata. Me advirtió que tendría que esperar unas cuantas horas, pero no me importó. El tren salía a las cuatro de la tarde hacia su destino, así que me quedaba tiempo para hacer unas cuantas cosas por allí antes de partir.

Pensé en la posibilidad de acercarme al centro a visitar a Remi, por si acaso Bill había contactado con él, pero descarté la idea. No quería tentar a la suerte y que al momento de regresar pillase un atasco que me hiciera perder el tren. Además de que, si Remi no me había llamado aquella mañana, significaba que todavía no había noticias de mi hermano. Prometió ponerse en contacto si recibía alguna señal de Bill y me fiaba de él.

Al día siguiente de recibir la carta, yo misma había advertido de ello a Remi, lo cual agradeció con un hilo de voz, aliviado.

Lo que sí haría sería encargarme de un asunto muy importante, algo que había evadido porque necesitaba estar a solas con mis propios pensamientos: debía llamar a Emilia y a Chris.

Dejé el billete de tren a buen recaudo en uno de los bolsillos interiores de mi mochila y me dirigí con tranquilidad a una de las cabinas de teléfono que había en la estación. Estaban un poco estropeadas, pero con que una funcionase correctamente sería suficiente.

Descolgué el auricular de la primera cabina que vi y, al escuchar el pitido, me saqué varios centavos del bolsillo y los metí en la máquina. Marqué deprisa el número de Emilia. Descolgó a los tres tonos.

—¿Diga?

—Hola, Emilia —saludé y una sonrisa tiró de mis labios cuando la escuché devolverme el saludo con alegría—. ¿Cómo estás?

—Yo estoy bien, pero ¿cómo estás tú, Skye? —Escuché movimiento al otro lado de la línea y tuve que retirarme un poco el auricular de la oreja. Parecía que se estaba desplazando con el teléfono en sus manos—. Ayer te llamé unas cuantas veces y no me lo cogiste. Siento haber sido tan insistente.

—No, por Dios, no te disculpes. —Sacudí la mano a pesar de que ella no pudiera verme—. No me molestaste en absoluto, es solo que... —Suspiré—. Necesitaba tiempo a solas.

—Pero ¿estás bien?

—Sí, tranquila. Hoy estoy... —Lo pensé unos instantes y lo cierto era que no había rastro de la tristeza del día anterior. Darme cuenta de ello me hizo ensanchar la sonrisa—. Estoy muy bien.

—¿De verdad? Me alegro muchísimo de escucharte decir eso. Te oigo... contenta.

Me encogí de hombros. Los costados de mis labios permanecieron elevados.

—Bastante —confesé—. Te llamo desde la estación de tren.

Escuché de nuevo un fuerte ruido a través de la línea. Me separé del auricular con una mueca.

—¿Ya te vas? ¿Tan pronto? Pero ¿y tu trabajo? ¿Lo has conseguido arreglar todo?

Torcí el gesto. Emilia y Chris se habían ido de Rocket Park antes de que renunciase al trabajo.

—Dimití —expliqué con la voz más baja de lo normal, como si alguien más pudiera escuchar y juzgarme por ello—. Exploté y...

Emilia pegó un grito de alegría y bramó cosas ininteligibles al auricular. Tuve que separarme por tercera vez de él y taparlo con la mano para no llamar la atención del vigilante que había en la entrada de la estación y que empezaba a mirarme de forma extraña.

Querida hermanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora