Rosas de la guerra

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Después de mucho tiempo viajando, Eros había llegado a las puertas de Roma. Había seguido los rumores sobre el paradero de su padre, escuchados primero de boca de Hermes hasta cruzar la frontera del Imperio, y manteniendo sus oídos atentos a aquellos que pudiera recopilar por sí mismo hasta llegar a la ciudad. El gran guerrero que en poco tiempo se había convertido en general del ejército tenía que ser él. Ni siquiera lo dudaba. Conocía a su padre mejor que nadie.

Entró en la ciudad, atento a todo lo que la gente decía a su alrededor. Ese día, el precio del pan había bajado, aunque la carne de res había subido, la cosecha de la uva había sido abundante, lo cual traería un buen negocio vinícola, el ejército planeaba un nuevo ataque hacia el sur del Imperio, y todo el mundo hablaba del talentoso sastre que había hecho el nuevo atuendo del emperador. Nada había que le indicara dónde podía vivir su padre.

Al llegar a una plaza y alzar la vista, se encontró de frente con su estatua. No eran las mismas ropas, pero la lanza era inconfundible. Su rostro quedaba oculto por una espesa barba y un casco romano, pero reconocía esos ojos. Observó la base, buscando algún dato que pudiera guiarle. Marte. Ese no era el nombre de su padre. ¿Acaso los romanos se habían basado en su apariencia para crear a un nuevo dios de la guerra y todos los rumores que había seguido eran simplemente de un mortal?

No se percató de que los soldados de Roma se habían acercado a él hasta que lo tiraron al suelo y le detuvieron. Le quitaron su arco y sus flechas, y le arrastraron al cuartel general del ejército. Mantuvo la vista al suelo mientras le obligaban a caminar, sin mirar a su alrededor, simplemente contando los pasos que daban. Necesitaba saberlos por si debía huir.

Subieron tres pisos dentro del cuartel general y giraron a la izquierda. Quince, veinte pasos, y los soldados abrieron una puerta. Tres pasos más y le lanzaron al suelo. No se levantó, no aún. Debía saber cuáles eran los cargos de los que se le acusaban antes de planear la huida.

– Comandante, hemos encontrado a un supuesto espía griego delante de la estatua del dios Marte – anunció uno de los soldados -. Le hemos detenido antes de que pudiera hacer nada.

– ¿En qué os basáis para decir que es un espía? – les preguntó su comandante, cuya voz era muy conocida por Eros.

– Iba armado, mi señor. Arco y flechas.

Eros notó como el soldado que llevaba su arco se acercaba al comandante y levantó la vista muy lentamente, intentando verle. Había reconocido la voz de su padre en ese hombre y necesitaba confirmarlo. Su imponente espalda estaba frente a él. Observó cómo cogía su arco y lo examinaba. Sólo esperaba que fuera capaz de reconocerlo.

– Este hombre no es un espía, es mi hijo – sentenció el comandante sin ni siquiera girarse para verle -. Conozco muy bien su arco. Le dejé con su madre en Grecia, pero parece que ella es incapaz de cuidarle como es debido. Marchaos, yo me encargo de él.

– Sí, comandante. Discúlpenos por la confusión – dijeron ambos soldados a la vez, haciéndole una reverencia y saliendo de la habitación, cerrando la puerta.

– No deberías haber venido, Eros. Aunque sé que no estarías aquí si no tuvieras una buena razón para buscarme. Así que, cuéntame, ¿qué ha ocurrido?

Cuando su padre se giró, Eros pudo comprobar que realmente se había dejado crecer una corta barba, aunque aún mantenía su cabello lo más corto posible. Sus ojos no mostraban al niño asustadizo que era en Grecia, sino al hombre en el que se había convertido en Roma, y también enseñaban la compasión y preocupación que tantos siglos hacía que no mostraba por temor a Zeus. Eros se levantó del suelo y le abrazó con una fuerza titánica. Notó como le tocaba el cabello con cuidado, haciéndole saber que todo estaba bien.

Rosas de la guerraOù les histoires vivent. Découvrez maintenant