La bicicleta fantástica

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Son las tres de la madrugada de un viernes, y todavía sigo en estado de shock, incapaz de pegar ojo o ni tan siquiera sentarme. Me encuentro en la más completa soledad de este calabozo, acompañado de un triste camastro, un cojín y un sucio váter. Las instalaciones son antiguas y tienen pinta de recibir muy pocos mantenimientos, qué decir ya de la limpieza: lo más probable es que salga de este lugar con algún que otro piojo. Aún suerte de no estar acompañado en este lugar por algún maleante detenido por causar alboroto en un bar, y más siendo el día y la hora que son. Pero la noche es muy larga.

Quienes atendáis estos pensamientos que ahora mismo planean dentro de mi cabeza os preguntaréis qué estoy haciendo aquí. Que algo habré hecho para estar encerrado. No andáis mal encaminados, pero tengo mis razones. Poneos cómodos y prestad atención a los sucesos que me han traído hasta aquí, probablemente a la cárcel o quizá incluso al manicomio.

***

A mis cerca de cuarenta años, he de decir que la vida hasta ahora me sonreía. Tengo unos padres que siempre me habían prestado las mejores atenciones y que pese a su avanzada edad, gozan de buena salud. Disponía de un grupo de amigos envidiable, un puesto de trabajo sólido y en ascenso, una activa vida social y una pareja, Susana, con la que convivo y disfrutábamos de una relación más que consolidada.

Me da un vértigo tremendo pensar en lo que cuesta construir una vida estable y las energías invertidas en forjar un porvenir, para que luego de la noche a la mañana llegue un vendaval y se lo lleve todo por delante. Y esto, básicamente, es lo que me sucedió a mí. El día que empezó todo, era nuestro aniversario de relación. Hacía cinco años que salíamos juntos y decidimos salir a cenar fuera para celebrarlo. Al salir del restaurante nos dirigimos a un mirador de la bahía para ver las estrellas. Allí, de repente, ella me cogió del brazo y pronunció las palabras mágicas:

―Cásate conmigo, Jorge.

Ni me lo pensé dos veces. Susana había demostrado con creces ser la persona de mi vida. No me imaginaba la existencia sin ella a mi lado. Le dije que sí. Disfrutamos de una preciosa velada abrazados, soñando despiertos y planificando cómo podían ser los siguientes años. Hasta que, de repente, vi algo descendiendo del cielo estrellado.

―¿Lo viste, Susana? Era una estrella fugaz.

―Sí, lo vi ―respondió con una dulce sonrisa―. Tendrás que pedir un deseo.

Seguramente pensaréis que deseé con todas mis fuerzas salud, dinero, amor o cualquier cosa de ese tipo. O vivir con Susana toda la vida felices. O tener hijos. Pero nada más lejos de la realidad: con ese porvenir asegurado ―o eso yo creía―, mis pensamientos fueron por otros derroteros. No me preguntéis por qué, pero en una décima de segundo mi cabeza se trasladó fugazmente a mi infancia, entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, a uno de esos momentos en los que estaba jugando en el suelo de mi casa con el televisor de fondo cuando comenzaba un episodio de El coche fantástico, con aquella banda sonora tan trepidante y pegadiza, y un carismático David Hasselhoff en el papel de Michel Knight conduciendo su Pontiac Firebird, el cual tenía capacidad de hablar e interactuar gracias a su inteligencia artificial. Con esa efímera imagen en mente, pensé: <<Joder, me encantaría tener un coche como ese>>, tras lo cual me olvidé por completo del coche y de la estrella fugaz para volver a fundirme en un abrazo con Susana.

Cuando volvimos a casa, lo primero que vi al abrir la puerta de entrada fue la vieja bicicleta de carretera que tenía allí, abandonada desde que de un tiempo para acá apenas encontrase tiempo para practicar deporte con regularidad. La cinta del manillar estaba sucia y mostraba agujeros, y los piñones comenzaban a acumular óxido. Pasamos de largo y marchamos a dormir.

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⏰ Última actualización: May 01 ⏰

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