Cartas y rosas

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—¡Ay no veo nada! —exclamó Candy, retirando con energía las cortinas de terciopelo de color burdeos hacia un lado. Deslumbrada por los rayos de sol que se colaban en la habitación por al ventana, entrecerró los ojos.
Luego salió al balcón y se llenó los pulmones de aire fresco. La brisa matutina parecía traerle el perfume de la ciudad de Londres, pero el canto de los pájaros, reunidos allá afuera, era muy similar al que se escuchaba en los alrededores
del Hogar de Pony.
Inclinada sobre al barandilla, observó con tristeza el distante edificio de color marrón. De repente Candy agachó la cabeza y vio que en el filo del balcón se asomaba algo blanco. Apartó hacia atrás la cortina. —¿Cartas y rosas?

En aquella escuela, todas las cartas, tanto las recibidas como las enviadas, debían pasar un control estricto. —¿Quién habría escogido aquel lugar para dejar todas esas cartas?

La joven observó el patio desde una de las ventanas de la escuela. Las rosas estaban en plena floración y el viento transportaba consigo su dulce olor. Aún así las manos le temblaban cuando se dispuso a abrir la primera...

«Pequeña... Candy. Soy Albert. Yo... Por favor. Sé que soy la última persona con la que quieres hablar ahora mismo, pero escribo para arrastrarme. De hecho, estoy delante de tu edificio, bajo la lluvia. Estaba preocupado por ti y quería asegurarme de que habías llegado bien a casa. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo. Volvería a esta mañana y te diría que nunca había visto nada tan bonito como tú, feliz, bailando en mi baño. Te diría que soy el hombre más afortunado del mundo porque me rescataste y te quedaste a mi lado toda la noche. Que soy un idiota que lo jode todo y que no me merezco tu amabilidad. En absoluto. Sé que te he hecho daño, Candy, y lo siento. No debí dejarte marchar esta mañana. No de esa manera. Tenía que haber salido corriendo detrás de ti y haberte suplicado que te quedaras. La he liado, Candy. La he liado bien.
  »Debería haberme humillado. Y eso es lo que pretendo hacer ahora. Por favor, sal a la calle para que pueda disculparme. Mejor no. No salgas. Pillarás una pulmonía. Sólo ven hasta la puerta y escúchame a través del cristal. Estaré aquí, esperándote.

Candy apoyó la nariz contra el vidrio, empañándolo, Se preguntó cuánto rato la habría esperado. Se preguntó si habría ido hasta allí sin paraguas. Enderezando la espalda, se dijo que no le importaba.
«Que pille una pulmonía. Se lo tiene merecido».
Al volverse, se dio cuenta de que había un ramo de jacintos apoyado en uno de los pilares de la entrada. Tenía un gran lazo rosa y lo que parecía una tarjeta en el centro. En el sobre borroso por la lluvia le pareció que ponía «Candy».

«¿En serio, tío abuelo? No sabía que hubiera tarjetas para estas ocasiones. ¿Qué pone? "¿Para mí pequeña que eché de casa a gritos después de decirle que quería acariciarla como a un gatito y de vomitarle encima?"».

Candy regresó a su habitación, negando con la cabeza y murmurando entre dientes.
Acomodándose en la cama con un libro de horticultura busco el significado de los jacintos lila, por si Albert—o su florista— trataba de enviarle un mensaje subliminal. En una página, encontró lo siguiente: «Los jacintos lila simbolizan el dolor, el arrepentimiento, una disculpa».

«Ya, bueno, si no te hubieras comportado como un cavernícola conmigo, ahora no tendrías que comprar jacintos para suplicar que te perdonara. Idiota». Sacudiendo la cabeza, furiosa, dejó el libro a un lado y leyó el último mensaje.
Era también de Albert y lo había dejado hacía casi una semana.

«Candy, quería decirte esto en persona, pero no puedo esperar más. No puedo esperar más.
»Esta mañana no quería llamarte cualquiera. Te lo juro. Ha sido una comparación horrible y nunca debí decirlo, pero no quería llamarte así. Me molesta mucho verte de rodillas. No te imaginas cuánto. Deberías ser adorada, venerada, tratada con dignidad. Nunca deberías estar de rodillas, Candy, ante nadie. Lo que pienses de mí no importa, pero nunca te olvides de eso. Es la verdad. Candy, nadie había hecho algo así para mí antes. Nadie. Ni Alice, ni un amigo, ni una amante, nadie... Has sido buena, amable y generosa conmigo y yo... he sido egoísta y cruel.
»Por favor, Candy. Tenemos que hablar. Hay cosas importantes que he de contarte. Son cosas graves, de las que no quiero hablar por escrito. Siento mucho lo que ha pasado esta mañana. Es culpa mía y me gustaría mucho arreglarlo. Por favor, dime qué puedo hacer para arreglarlo y lo haré. Llámame».

«Candy... te dejé algo anoche en el porche. ¿Lo viste? ¿Leíste la tarjeta? Por favor, léela me gustaría que hablaras conmigo. Grítame, insúltame, maldíceme, tírame cosas a la cara, pero no me castigues con este silencio, Candy, por favor. Sólo te pido unos minutos de tu tiempo. Por favor, llámame».

Candy dejó la carta y se dirigió al porche, vestida con un pijama de franela a cuadros escoceses. Cogió la tarjeta que acompañaba al ramo; la rompió en mil pedazos y tiró los trozos al otro lado. Luego tiró también los jacintos, ya muy marchitos. Tras inspirar el aire fresco, cerró la puerta con rabia y volvió a la habitación.
  Cuando estuvo más calmada, leyó la siguiente: Se la había dejado esa tarde.
  «Candy, ¿sabías que Archie está de viaje en una isla canadiense perdido de la mano de Dios? No tiene acceso a su fideicomiso. Tuve que enviar a George por el, por el amor de Dios, porque. Quería ponerme en contacto con el para que se pusiera en contacto contigo, ya que no respondes a mis mensajes.
  »Estoy preocupado por ti. He preguntado y nadie te ha visto, ni siquiera Stear. Voy a enviarte un carta, pero será formal, porque el colegio tiene la obligación de revisarla. Espero que leas esto antes de que te llegue el correo, o pensarás que vuelvo a ser el mismo idiota de siempre. No lo soy, pero tengo que sonar como un pomposo en un mensaje oficial. Si me respondes, ten en cuenta que cualquier miembro de la administración puede leer esos correos. Ten cuidado con lo que dices.
  »Te veré en Escocía. Si no vas, llamaré a medio planeta y le pediré que te localice. No sé dónde estás. No sé si estás en un tren de camino a Edimburgo. Por favor, llámame. Estoy haciendo un gran esfuerzo por no meterme en tu habitación en la madrugada.

»Sólo quiero saber que estás bien. Dos palabras, Candy. Envíame dos palabras diciéndome que estás bien. Es lo único que pido».

Candy salió al pasillo y revisó el buzón del colegio. En la bandeja, esperando como una bomba de relojería, estaba el mensaje del patriarca Ardlay:
Querida señorita Ardlay:
Necesito hablar con usted sobre un tema bastante urgente.
Por favor, contacte conmigo lo antes posible. Puede llamarme al siguiente número de operador: 416 - 555 - 0739.
Saludos,
William Albert Ardlay.

Candy agarró tinta y papel de carta para comenzar a escribir una carta, comunicando que había aceptado la invitación de Terry Grandchester para que ella, Patty y Annie pasaran las vacaciones en el castillo de Escocía y disculparse por no haberle respondido antes al tío abuelo William.
Saludos,
  Señorita Candis White
  Humilde Estudiante del Real Colegio San Pablo,
  que pasa de rodillas más tiempo que cualquiera.
  P. D.: Nadie me ha humillado tanto como usted el domingo pasado.
   Candy cerró el sobre sin releer el mensaje.

  En la noche para reforzar su rebelión, se tomó dos tragos de whisky.
  Agarró un cepillo del baño y empezó a cantar como si fuera un micrófono y a bailar dando brincos por la habitación, con su pijama de franela con estampado de osito. Tenía un aspecto bastante ridículo. Y se sentía extrañamente... peligrosa, desafiante, rebelde.

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