31. Llaves

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La habitación tenía globos en tonos pasteles junto a listones de colores que colgaban en el techo. Había una linda música infantil de fondo, además de comida que decoraba el escritorio del bicolor.

El menor veía todo aquello con ojos brillosos y entusiasmados, teniendo los brazos de sus babis recargados en sus hombros mientras su novio estaba sosteniendo a Tobby, su primer compañero de juegos.

Hoy se cumplía un año de aquella primera siesta que tomaron juntos.

Aprovechando que aún son alumnos, tomaron la opción de descansar de sus agencias. Era una opción única para los estudiantes y podían escoger quedarse esos días, pero sabiendo que esos días libres caería la fecha en la que abrazaron a su niño por primera vez, decidieron quedarse.

Si bien todos estaban libres, casi no había nadie en los dormitorios, solamente algunos que debían quedarse por misiones ya agendadas, pero ellos estaban muy en su rollo como para prestarle atención al resto.

El bicolor estaba en su mundito, muy contento de ver tantos colores en su habitación otra vez. Se sentaron en el suelo para jugar a pintar con Hanta, quien ya le había hecho un lindo peinado cuando estaba tomando el desayuno.

Mientras ellos estaban jugando, la pareja tomaba fotografías para agregar más a su álbum.

—Hata —llamó el menor con emoción en su vocecita.

—Dime, Roki —respondió limpiando sus únicos tres dedos sucios de pintura.

—¡Mia! —levantó un lindo dibujo de lo que parecía ser el pelinegro junto a él, estando frente a una casita de color amarilla y un gatito negro, o eso parecía aquella manchita negra.

—¡Qué lindo, Roki! —felicitó dando pequeños aplausos—. ¿Es para mí? —cuestionó el más alto.

—¡Sí! ¡Tuyo, tuyo! —dijo alegre, de verdad estaba muy feliz.

Sero lo miró mejor, notando que había corazones con un rosa muy pálido. Dicen que los dibujos de los niños pueden hacerte ver lo que en realidad quieren o desean, y si Roki quería una casita junto a él y un gatito negro, haría lo posible para cumplírselo.

—Gracias, mi Roki —apretó sus cachetitos suavemente, alejándose por un instante cuando sintió que el cenizo se acercaba.

—Izuku está empezando a servir, al mocoso le va a dar hambre dentro de poco —mencionó el cenizo limpiando las manitas manchadas de su niño, haciéndole cosquillas en su cuello, soltando pequeñas carcajadas.

—Me harías un gran favor si me anotan las horas, siempre me pierdo entre la merienda y la cena —pidió limpiando mejor sus manos, levantándose para ir a ayudar al pecoso.

—Claro, le diré a Kacchan que te lo envíe más tarde —el pecoso terminaba de decorar el postre de su niño con unas fresas cortadas en forma de corazón.

El almuerzo pasó de forma pacífica entre los cuatro, llegando a pasar la tarde y la merienda juntos, pues el menor había pedido estar con ellos hasta que durmiera la siesta.

Dicha hora llegó, su cuerpo necesitaba reponer energía para poder seguir jugando antes de la cena. El menor tenía su cabecita reposando en su almohada dentro de su futón, abrazando a su tigrecito junto a su chupón en sus labios.

El cenizo se hizo cargo de dormirlo con una historia algo inventada de un gato que salvaba a otros gatos con sus garras filosas. A Shochan se le hizo curioso como el gato que hacía que sus garras se hacían muy duras como las manos de su compañero pelirrojo.

Al estar ya en el mundo de los sueños, el pelinegro se despidió de él con un beso en la frente, pues al parecer Kirishima estaba con una crisis existencial y andaba juntando opiniones.

Nuestro pequeño ShochanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora