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Ecuación de Dirac

Parte 1: Pacto

IX

Verte

24 de diciembre de 2020, Samoa

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24 de diciembre de 2020, Samoa.

Bakugou se desprendió los guanteletes en forma de granadas que cargaba en sus brazos y se lanzó sin peso extra desde la cima del monte Vaea. Llegó a tiempo para atrapar al piloto en pleno vuelo, la avioneta se estrelló contra el monte en un estruendo. Después llegó la explosión, y al instante una segunda. Bakugou maldijo en su interior.

Vítores y aplausos para él, que había logrado salvar al insensato kamikaze que se aventuró a probar el primer avión fabricado, a partir de una fuente de energía eólica renovable, por los ciudadanos de la isla. Una parte de él pensaba: ¿¡a quién demonios se le ocurre!? Y la otra se enorgullecía de los ciudadanos, ¿quién era él para juzgar a alguien por querer hacer un mundo mejor? Científicos internacionales trabajaban en el proyecto, pero la idea había surgido de un pequeño niño samoano.

—No más intentos de suicidio por hoy —le dijo Bakugou al piloto. El hombre se rio.

Por dentro quiso decir: dejen de joder con esa mierda por un día, carajo. Pero se aguantó.

Al tiempo los ciudadanos se fueron dispersando, algunos ya daban saludos navideños. Cuando todo estuvo en orden, Bakugou subió el monte una vez más, junto a un equipo anti-incendios, y se llevó el disgusto de confirmar sus sospechas. La onda expansiva había chocado contra sus guanteletes. Eso había sido la segunda explosión. Se habían arruinado.

Al regresar a la agencia debió llenar los papeles necesarios para pedir a la compañía que diseñó su traje un par de guantes nuevos. Mientras, fue trazando mentalmente algunas soluciones a la falta de suministro. Las herramientas de apoyo no eran su Don, él podía arreglárselas bien.

Recordó la última vez que pasó tiempo sin sus guantes y se miró las manos, finas líneas blancas indicaban los lugares donde su piel se había abierto. Suspiró, pesado, lánguido. Pero se haría mucho más fuerte. Una vez cumplido el horario, se despidió de su jefe y emprendió camino a su departamento.

La gente en Samoa era extrañamente sociable con él. Bakugou todavía se preguntaba qué parte de su aspecto daba señales de que quería charlar casualmente. La señora que vendía copra, taro, aceite de coco (y demás derivados), en la esquina del edificio, le avisó en inglés que tenía varias ofertas. Bakugou le contestó en su burdo samoano que ya tenía todo lo que necesitaba, y la mujer le expresó su orgullo y gratitud por el interés de Katsuki en mantener vivo el idioma y la cultura del país.

Bostezó cuando abrió la puerta del departamento. Eran las siete y atardecía. Oyó la televisión encendida y se asomó a la habitación. Shoto estaba plácidamente dormido sobre la cama, su mano izquierda como almohada y en la derecha sostenía su celular. No estaba dispuesto a poner en palabras la sensación que crecía en su pecho, aunque la sonrisa que le surcó el rostro hablaba por sí sola.

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