Dolor crónico

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– ¿Seguro que no quieres que te vea un médico? – le preguntó Valentina, la prostituta favorita de su padre.

– No. Sólo pínchame la morfina de una vez – le suplicó Judas con la voz rota –. Ya no aguanto el dolor.

– Avísame si te hago daño.

Judas estaba tumbado boca abajo en la cama de su padre con la espalda descubierta y Valentina sentada a su lado. Ella tenía una jeringa en la mano, ya cargada con la morfina. Se la inyectó entre el hombro y el omoplato izquierdo, allí dónde había las otras marcas de pinchazos. Notó como el chico apretaba los dientes para acallar un alarido de dolor, aunque no pudo evitarlo del todo. Valentina volvió a cargar la jeringa y le inyectó más morfina en el otro lado lo más rápido que pudo, así lo quería él.

– ¿No crees que es una dosis muy alta de morfina para tu espalda? – le comentó Valentina mientras guardaba la jeringa, viendo que el chico se relajaba.

– Valentina, ¿eres consciente de que eres la única que sabe dónde vivimos porque mi padre así lo quiso?

– Sí, lo sé. Y me parece absurdo. No soy la única de la organización que sabe que él es un arcángel caído. Y podría llamar a un médico para ti.

– No, ningún médico puede ayudarme. Y hay otras razones. ¿Conoces el motivo por el que mantiene relaciones sexuales vestido?

– Sé que no quiere que nadie le vea el tatuaje de la espalda.

– ¿Y sabes el por qué?

– La verdad es que no.

– Valentina, sólo dos personas han visto de ese tatuaje. El tatuador que se lo hizo, y yo. Y ahora me dirás si tú lo has visto.

– Lo he visto.

– ¿Conoces su significado?

– Me dijo que erais tú y tu madre, pero no quiso hablar de ello.

– Dime, ¿te recuerda a algo? ¿Algo concreto?

– A la imagen de la piedad. Un poco excesivo a mi parecer.

– Valentina, creo que ha llegado el momento de que sepas quién es mi madre.

Judas se sentó en la cama con dificultad, apoyando su espalda en el cabecero de la misma y mirando a Valentina, quién no pudo ocultar su cara de sorpresa.

– No recuerdo a mi madre. Ascendió cuando yo tenía dos semanas de vida.

– Judas, lo siento...

– Mi madre es la virgen María.

– La... ¿virgen María? Es broma, ¿no?

– Sabiendo que mi padre es un arcángel caído, ¿de verdad crees que podría ser una broma?

– ¿Cómo demonios terminó tu padre acostándose con la virgen María?

– Se lo he preguntado muchas veces. Siempre me sale con lo mismo. Cosas que pasan. Ojalá pudiera preguntarle a ella.

– Sería muy revelador. ¿Por qué me lo cuentas?

– Para que puedas entender lo que te voy a explicar ahora. No es la espalda lo que me duele, son mis alas. Cada dosis de morfina es para una de ellas. Aunque las tenga ocultas, siguen doliendo. Debía tener unos diez años, estaba jugando con los amigos que tenía en el poblado en el que nos habíamos establecido y... de repente, aparecieron. Recuerdo las caras de sorpresa de todos los niños, incluido yo, y las de terror de sus padres. Sus madres les alejaron de mí, y todos los adultos me llamaban monstruo o demonio. Algunos incluso aberración de la naturaleza. Entonces alguien tiró la primera piedra. Me dio en el hombro, y el resto le siguieron. Venían de todas direcciones, yo apenas veía nada, y cada vez eran más grandes. Huí cuando tuve la oportunidad. Intenté volar en ese momento, aunque no sabía cómo, pero una piedra más grande que mi cabeza impactó en mi ala izquierda, rompiéndola. Entonces salí corriendo, metiéndome en los callejones, intentando llegar a mi casa, dónde sabía que mi padre me protegería. Pero no fue fácil. Les tenía detrás, gritando, alertando a todos los vecinos de lo que era yo mientras seguían tirando piedras. Me dieron patadas, puñetazos, me lanzaron jarrones, pisaron mis alas, rompiéndolas aún más. Dos consiguieron sujetarme por el ala derecha, y tiré con tanta fuerza que me la disloqué y rompí. Me soltaron antes de que les arrastrara por el suelo. Conseguí llegar a casa, a las afueras del pueblo, con más heridas de las que soy capaz de recordar. Sólo tengo claro que cojeaba, que me estaba sujetando un brazo, y que la sangre que caía sobre mis ojos no me dejaba ver bien. Mi padre estaba en la puerta, con la que era la mano derecha de la organización en ese momento, y le llamé. Lo último que recuerdo antes de desmayarme fue su cara de terror absoluto, corriendo hacia mí para recogerme.

Judas hizo una pausa. La necesitaba para calmarse un poco y secarse las lágrimas. Valentina se sentó a su lado con los ojos llorosos. Le dolía sólo de imaginárselo.

– Cuando recuperé la consciencia, estaba en un carruaje. Mi padre me sujetaba entre sus brazos y no podía dejar de llorar. La mujer que era su mano derecha conducía el carro, y preguntó si me había despertado cuando escuchó que cambiaba el tono de su llanto. Se habían encargado de la mayoría de mis heridas, me las habían vendado y limpiado. Pero las alas eran un tema aparte. Ninguno de los dos tenía conocimientos sobre cómo tratarlas, así que estaban yendo a la base de la organización más cercana. Recuerdo a mi padre cubierto de sangre, mucha sangre, y una túnica ensangrentada en otro lado del carruaje. Con el tiempo entendí que no era suya, ni tampoco mía, y mucho menos de ella. Era una de sus mejores asesinas.

– Masacraron al pueblo...

– Así es. A día de hoy se sigue creyendo que fue un ataque romano, pero... fueron sólo dos personas conducidas por la rabia y la tristeza. Mi padre creía que me había perdido. Cuando llegamos a la base, todos los médicos examinaron mis alas. Cada vez que alguien las tocaba, soltaba un alarido de dolor. Llegué a desmayarme varias veces por ello. Cuando propusieron amputarlas, mi padre se negó, me cogió en brazos y me alejó de ellos. Me enseñó a esconderlas, y llevo desde entonces con calmantes. Siguen rotas, aunque están curadas, y aún me duelen. Por eso necesito tanto la marihuana como la morfina. Sólo espero no adquirir nunca resistencia a ella, mi padre no soportaría tener que pincharme fentanilo.

– ¿Quieres que le llame para que venga?

– No, ya lo he intentado antes. Estaba con algunas de sus chicas. Le han pedido ayuda para los fetiches de algunos de sus clientes.

– Oh, una de sus orgías-clase. Las recuerdo bien. Nunca contesta al teléfono ni a la puerta.

– Sí, a veces es un problema.

– ¿Quieres que me quede hasta que vuelva?

– Por favor.

– Oye, ¿tú sabes por qué soy su favorita?

– Te pareces a mamá.

– ¿Cuánto?

– Un sesenta por ciento.

– Venga ya, es mentira.

– Sólo tienes que compararte con el tatuaje.

– ¿Sabes que a veces me llama sólo para que venga a abrazarle y pueda llorar?

– Sí, es cuando más la echa de menos. Se mantuvo apartado de la organización cuando yo era pequeño para que pudiera tener una vida normal hasta el día de mi muerte y... me salieron alas. Hasta ese punto la quería. De dejarlo todo atrás sólo para que yo estuviera bien.

– Aunque seguía metido en ello.

– Era lo que nos mantenía a flote. Y le distraía del no poder tenerla a su lado.

– Seguro que tu madre no aprobaría sus actividades.

– Tampoco puedo preguntarle.

– Voy a mandarle un mensaje a tu padre, que sepa por qué le hemos llamado.

– Me parece bien.

Valentina le mandó un SMS a Sam, el cuál sabía que no iba a ver. Dejó que Judas se recostara contra ella para descansar. El chico lo necesitaba.

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