Las tormentosas vacaciones del dios del vino

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Dionisio había decidido bajar al mundo humano por primera vez en muchos siglos. Apenas se llevó nada, sólo un par de ánforas repletas de vino del Olimpo y un poco de ambrosía. Sabía que en sus templos podía encontrar lo necesario para sobrevivir el resto de los días que quisiera estar allí, sólo con las ofrendas de sus devotos.

Pero la realidad con la que se encontró al pisar Atenas fue una muy diferente. Su templo estaba en ruinas, aunque lo visitaban cientos de personas todos los días. Parte de las losas de piedra que solían cubrir sus caminos habían desaparecido, y los edificios eran demasiado extraños y altos para su gusto. Recorrió las calles de una desconocida Atenas, apenas irreconocible si no fuese por el gran templo dedicado a Atenea, el cuál también estaba en ruinas.

En su particular investigación de esa nueva ciudad, escondido entre restaurantes turcos e italianos, encontró uno con un nombre muy curioso, en aquel momento cerrado por vacaciones. Secretos del Inframundo. Quién fuera que le pusiera ese nombre no tenía ni idea de nada, sabiendo que la comida del inframundo no te permite volver al mundo de los vivos. O quizás era una estrategia para que sus comensales no se fuera de Atenas, lo cual hubiera sido extremadamente ingenioso.

Finalmente llegó al mar. Su olor no había cambiado, pero sí lo que ocurría en la costa. Los mortales se reunían para tomar el sol y bañarse en la gran laguna salada que tenían delante. Era un comportamiento nuevo para Dionisio. ¿Qué clase de beneficios podría tener el bañarse en sal? No se acercó a descubrirlo, ya que pronto descubrió una caseta en la que tenían comida y bebida. Se acercó a ella, observando el menú y los precios. No reconocía esa moneda, pero seguro que el dinero que llevaba aún era aceptado. Aunque... ¿qué eran todas esas extrañas comidas?

Estuvo varios minutos intentando descifrar palabras como "hot dog", "smoothie" o "Baileys". Le eran totalmente desconocidas. El camarero empezaba a mirarle mal, viendo como ocupaba el panel entero, impidiendo así que los turistas se acercasen a mirar, cambiando de caseta al instante.

– Precisamente tenía que tocarme el loco de turno a mí hoy – escupió el camarero en griego moderno cuando llevaba media hora mirando el panel. No entendió a qué se refería.

– Déjelo, seguramente no está entendiendo la mayoría de las cosas – le contestó un joven de voz dulce al camarero antes de dirigirse a Dionisio –. ¿Necesitas ayuda, preciosidad?

Dionisio giró la cabeza para observar al joven. Tez morena, cabello negro, largo y ondulado, ojos marrones con unos tintes verdes, con un cuerpo muy bien esculpido, y sin duda predispuesto a todo lo que le pidieran. Así lo interpretó Dionisio. Necesitaba ayuda y ese joven se la estaba ofreciendo, así que la aceptó sin dudarlo. Si jugaba bien sus cartas, esa noche podía ser muy divertida.

– Ponnos un par de frankfurts, dos cervezas, y me traes la salsa de chili – le pidió el joven al camarero una vez le hubo explicado a Dionisio qué era cada cosa de la carta de una forma que pudiera entenderlo.

– Enseguida – contestó el camarero.

– Gracias por la ayuda – le agradeció Dionisio al joven –. Vengo de muy lejos y hay cosas que son... complicadas.

– Me sorprende, porque todo lo que te he explicado lleva varias décadas extendido por el mundo. A no ser... que vengas de un sitio realmente lejano.

– Muy pero que muy lejano. Del otro lado del mar.

– ¿Cuál de ellos?

– Pues... Perdona, soy muy olvidadizo.

– ¿Incluso de tus raíces?

Dionisio no tenía respuesta para aquella pregunta y el joven lo notó. Pero recondujo la conversación de tal manera que, sin decir nada, no levantara sospechas ante los mortales.

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