El cazo quemado

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Diego era un profesor de filosofía, con un doctorado, al que recientemente habían trasladado a un instituto de Barcelona. Había conseguido alquilar un piso relativamente céntrico a un precio muy bajo, así que esperaba que el sitio estuviera medio en ruinas. Pero no fue el caso. El piso estaba muy bien cuidado, con muebles de calidad y no parecía tener ninguna tara, a excepción de la habitación del fondo, cuya puerta no podía abrirse. Además, debía compartir piso con un precioso gato negro persa de ojos dorados.

Al animal no le gustaba su presencia. No hacía más que bufarle, alejarse, e intentar arañarle. Aún así le toleraba porque le ponía comida. A veces se lo quedaba observando mientras comía para ver si se acostumbraba a su presencia, pero el gato nunca hizo amago de acercarse a él. Pero lo más raro que hacía era quedarse mirando fijamente la puerta del fondo y una de las estanterías del salón.

Fue poco después de que ese gato observara por primera vez la estantería que empezaron a suceder cosas extrañas. Platos y cazuelas que no recordaba haber usado estaban dentro del fregadero o escurriéndose al lado del mismo. A veces, el sofá y la mesita de delante de la tele habían sido movidos, por no hablar de todas las veces que el televisor estaba encendido con la pantalla de espera del Blu-Ray. Juraba y perjuraba que no estaban encendidos cuando se había ido, además de que él apenas usaba esos aparatos. Prefería sumergirse en sus libros de filosofía y estudiarlos a fondo, sacando así material muy variado para sus clases y publicando artículos en revistas específicas.

Aunque agradecía una de las cosas raras que ocurrían muy concreta. La comida aparecía mágicamente en la nevera al día siguiente. Él había sufrido un pequeño accidente y estaba de baja laboral por una lesión en la pierna. Ese ahorro de dinero le fue muy bien a la hora de pagar el alquiler y permitía que fuera capaz de estudiar sus libros ya que no debía salir a comprar.

La primera señal de que realmente algo iba muy mal apareció mientras leía uno de sus libros de Thoreau. Páginas aleatorias, algunas con apuntes suyos, habían sido arrancadas. Las buscó por todas partes, incluso dentro de otros libros, sólo para ver que a todos les faltaban páginas, a excepción de los de Byung-Chul Han, que no habían sido tocados. Y, de repente, empezó a oler a quemado.

– ¡Mierda! ¡No! – gritó Diego al girarse y ver que el cazo en el que había dejado agua calentar para hacerse un té se había deshecho –. Enserio, desde que vivo aquí han pasado cosas muy raras. ¿Tendré ratas?

Miró al gato. Estaba en el balcón, peleándose con un cuervo de gran tamaño. Quizás ese animal no cazaba. Pero pudo ver en ese momento cómo le rompía el cuello al cuervo con los dientes y lo arrastraba por todo el balcón, dejando un reguero de sangre tras de sí. Cerró la puerta corredera antes de que se le ocurriera entrar con su presa, dejándole fuera. El gato soltó un chillido atronador y le bufó.

– Ya sé que eso de que los gatos negros atraen la mala suerte es un mito, pero que se haya cargado un cuervo da muy mal rollo.

Diego cogió el cazo y abrió el cubo de la basura para tirarlo. Entonces se dio cuenta de que había algo que él no había puesto dentro.

– ¿Qué hacen aquí mis libros de Tolkien?

Los cogió y los volvió a poner en su sitio, la estantería que tantas veces el gato se quedaba mirando. Esa estantería tan extraña...

Josh era un hombre bien extraño. Trabajaba desde casa y siempre desde su sala de audiovisuales, la cual estaba oculta tras una estantería. Allí tenía la gran mayoría de sus libros, cómics y películas, además de su ordenador. A veces salía de su cueva, para comer algo. Pero incluso en eso era peculiar.

Josh era un fanpiro, una criatura poco conocida en el mundillo de lo sobrenatural, incluso entre sus congéneres. Estas raras criaturas se alimentan de cultura, de todo tipo de cultura. Algunos tienen sus preferencias más definidas, pero Josh no. Él se alimentaba de todo lo que pillara, gorroneando incluso en las tiendas. Hasta que descubrió internet y su infinita biblioteca, con todo aquello que pudiera desear. Aunque, a veces, aún comía en papel.

Había alquilado esa vivienda precisamente por su extensa biblioteca. Tenía de todo, desde libros para niños hasta libros de no ficción, pasando por todos los géneros de ficción y más allá. También había películas en tantos formatos que era imposible contarlas. Muchas veces se ponía una película en el reproductor de Blu-Ray de la tele para comer. Y, hacía relativamente poco, cientos de libros de filosofía habían aparecido en las estanterías. No le pareció extraño, ya que posiblemente los habría gorroneado él y no se acordaba.

Con él convivía un gato negro de ojos azules. Un precioso animal que le odiaba a muerte, llegando incluso a cagarse dónde él había estado sentado momentos antes. Cada vez que intentaba echarle, el gato volvía a entrar, como si conociera cada recoveco de la vivienda. Al final se resignó y se limitó a limpiar las cacas del animal.

– ¡Menuda mierda de historia! – gritó Josh, leyendo algo en su móvil mientras devoraba algunas páginas de La Guerra de los Mundos –. Alguien debería decirle cuatro cosas al autor. ¡Lo haré yo! ¡Deja a los dioses en paz! ¡No necesitan ser reescritos! ¡Inventa tus propios dioses! Y... Enviar. ¡Ala! ¡A la mierda! Ni siquiera me dignaré a seguir leyendo.

Después de mandar ese comentario a un autor al que ni siquiera conocía, Josh se levantó y miró la estantería, buscando el siguiente bocado. Fue entonces cuando vio su archienemigo, Tolkien. Cogió todos sus libros y los tiró a la basura. Después volvió a la sala de audiovisuales.

Cuando se levantó al día siguiente, vio al gato con el que convivía ayudar a otro a meter un cuervo muerto para comérselo entre los dos. Eso le dio muy mal rollo, así que salió de la sala y se dispuso a sacar la basura para tirar los libros de Tolkien. Pero los libros ya no estaban allí, y en su lugar estaba su cazo favorito, quemado. Cuando fue a cogerlo, el cazo ardió en llamas, lo cual hizo que retrocediera y chocara con un montón de cachivaches, haciendo un ruido infernal.

– ¿Quién anda ahí? – preguntó alguien desde otra habitación.

Josh cogió una sartén, esperando a quién fuera que correspondiera esa voz. Diego apareció con uno de sus libros más gordos en la mano.

– ¿Quién eres tú? – preguntó Diego.

– Vivo aquí – contestó Josh.

– No, yo vivo aquí.

Un sonido de llaves les indicó que la puerta de la calle se estaba abriendo. Ninguno de los dos la había cruzado desde que se habían instalado en ese apartamento. Los dos gatos corrieron a recibir a aquel que abría la puerta.

– Ziel, Angeal, ya estoy en casa – dijo el hombre de tez oscura que entró, dejando que los gatos subieran por sus pantalones –. ¿Os han...? ¿Qué demonios? ¿Quién os ha dejado salir del infierno?

Josh y Diego se miraron el uno al otro antes de volver a mirar al hombre. Este dejó la puerta abierta y, con los gatos subidos a los hombros, se dirigió a la habitación del fondo. Vieron como el mundo al otro lado de la puerta del apartamento se distorsionaba, y escucharon al hombre abrir la del fondo.

– ¡SATAAAAAAAN! – gritó el hombre –. ¿¡ME VOY TRES MESES Y METES A DOS PECADORES EN MI CASA!? ¡MÁS TE VALE SUBIR Y DARME EXPLICACIONES!

Ah, ya se acordaban. Llevaban muertos unos cuatro meses, aunque ninguno de los dos recordaba el cómo. Y ese hombre, el que había entrado en el apartamento, era el mismísimo Lucifer. Y esos eran sus gatos.

Esta obra es pura ficción. Cualquier parecido con personas o lugares reales es pura coincidencia.

El cazo quemadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora