Después de probar aquel par de pies encadenados en cada uno de los zapatos de cristal incrustados en rocas y paredes, estos empezaron a enfriarse un poco más. Ninguno encajaba, comprobé todos varias veces, pero no daba resultado.
La mujer tullida, que aún estaba siendo consolada por mi compañera, se entristecía al ver como yo no conseguía dar con la respuesta. Mi amigo el niño-puerco intentó ayudarme fijándose en los zapatos de cristal, los examinaba con cuidado, y si había alguno que se asemejase en tamaño a los pies que yo portaba, me llamaba y lo comprobábamos juntos. Mientras tanto, mi hijo sereno solo permanecía en quietud mientras observaba a la dolida mujer de los pies amputados.
Pasado un largo tiempo, cuando mis manos ya estaban tan frías como los helados pies que sujetaba, medité sobre el sentido de aquel pecado. Aquel lugar y aquella mujer me transmitían una sensación que pude identificar, un conocimiento sobre la naturaleza de la prueba que debía afrontar. Sin saber por qué, conocía la historia de la trágica mujer. Se trataba de una dama pobre y humilde que deseó que sus sueños se cumplieran, pero, que dejó a otros cumplirlos por ella. No es que otros seres le arrebatasen sus sueños, es que estos seres la ayudaron tanto, que la mujer apenas tuvo mérito por ver su deseo cumplido. Condenada por saber que todo lo que tenía se había formado gracias a la voluntad de otros, la mujer se marchó de su palacio y caminó por páramos helados hasta perder ambos pies. Su pecado había sido el de querer algo y no hacer nada por conseguirlo, el de tener un sueño y esperar que se cumpla por arte de magia.
Pensé en este conocimiento que yo tenía, en cómo debía ser purgado aquel mal. Entonces, cuando al fin lo comprendí, hice lo siguiente: Agarré el primer zapato de cristal que vi, lo arranqué de la pared en la que estaba incrustado, y metí mi mano dentro del hueco donde debía ir el pie. Comencé en ese momento a frotar las yemas de mis dedos contra el cristal de la parte interna del zapato. Froté y froté durante horas, hasta que el zapato se tiñó de rojo por mi sangre, y los huesos en las puntas de mis dedos eran totalmente visibles. Mi compañera, que deseaba ayudar a aquella mujer amputada, agarró el zapato de mis manos y realizó la misma tarea que yo. Cuando ella también sangró y apenas tenía fuerzas para continuar, intenté que mi hijo ayudase un poco. Él, sereno como siempre, no quiso hacerlo y simplemente me miró con eterna calma. Y, aunque el niño-puerco se ofreció a continuar con la tarea, mi compañera se lo impidió; no permitiría que sacrificase otro de sus miembros cuando ya había perdido su brazo izquierdo. De este modo, yo continué trabajando en pulir y dar forma al zapato.
Pasaron varios días, nos repartimos el trabajo entre mi compañera y yo, aunque, yo hice más que ella y mis heridas acabaron siendo más profundas. Mis dedos se acortaron, y cuando dejé de sentir dolor por repetir la misma actividad constantemente, usé mis propios huesos descubiertos para frotar y pulir con mayor eficacia. Terminé mi trabajo y probé a encajar uno de los dos pies. Dio resultado, el pie se ajustaba perfectamente a la medida del zapato. Miré a la mujer y ella comenzó a sonreír. La vi alegre por primera vez y eso me dio asco. ¿Acaso ella no había comprendido nada? ¿No entendía qué era lo que venía a continuación?
Aquella mujer pensaba que, de nuevo, alguien había venido para solventar sus problemas. Pensó que yo haría todo lo necesario para purgar su pecado, pero yo sabía que eso no era posible. Le entregué sus propios pies y un nuevo zapato de cristal, el contrario al que yo había trabajado. Ella entendió lo que yo pretendía. Le hice ver que su pecado era el de permitir que otros hicieran lo necesario para que ella cumpliera sus sueños, y la forcé hasta que aceptó ponerse a pulir con sus manos el zapato de cristal. Ella lloró, y muchas veces intentó dejar el zapato en el suelo y rendirse, pero, yo la reconducía, normalmente con violencia, y le hacía volver al trabajo.
Pasaron otro puñado de días y la mujer amputada terminó de pulir el zapato, comprobé que encajaba a la perfección, y luego metí ambos pies encadenados en los dos zapatos de cristal.
La mujer amputada sangraba por sus dedos, pero, ahora sí que sentía verdadera realización. Me miró agradecida y me dijo: "Gracias, nuevo caminante... Ahora contemplo los frutos de mi trabajo... Atrás ha quedado el tiempo en el que esperaba por milagros para ver mis anhelos cumplidos... Toma... Ten tu recompensa...", dijo esto último dándome el tomo negro después de mancharlo con la propia sangre de sus dedos. El tomo negro dibujó nuevas letras, y las leí para mí mismo: "Aquella, cuya vida fue injusta, se entregó a las fuerzas del azar, el destino, y la magia. Esta misma deseó algo y se hizo realidad; sin esfuerzo ni trabajo logró su objetivo. La que sufrió por obtener beneficio de algo que no se merecía encuentra ahora la paz, pues, ya conoce el significado del trabajo. La princesa encuentra su bienestar al haber sangrado y llorado por su sueño".
Ahora que había purgado este pecado, que había recuperado el tomo negro, continue mi andar para llegar hasta la siguiente prueba. Nos despedimos de la mujer tullida, la dejamos abrazando sus dos pies ya calzados, y nos marchamos por donde habíamos entrado.
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Escarceos
FantasyDe vez en cuando, en los momentos en los que me sumerjo de nuevo en la "absoluta duda categórica", sueño que todo lo que imagino es verosímil. Verosímil, por tanto, es necesariamente posible. Una posibilidad que se expone a un transcurso de tiempo i...