El coche derrapó con las piedritas del camino. En el interior, un señor vestido de manera informal chasqueó la lengua.
—Y pensar que mamá tenía un castillo...
—Yo todavía no me lo explico —respondió su hermana, trajeada, sentada a su lado—. ¡Ni siquiera le gustaba la montaña!
—Me da que no es la única sorpresa que vamos a tener este fin de semana...
No muy lejos se alzaba el gran castillo neogótico familiar entre bosques rojos por el otoño. De tres torreones sólo quedaba uno, mas el conjunto se hallaba bastante entero. Por lo que se enteraron tras el fallecimiento de su madre, había planes de restauración, aunque todo se había detenido hasta arreglar los papeles.
Aparcaron en la puerta y sacaron las maletas del taxi. El hombre sacó el móvil.
—Nos esperan en uno de los salones. Tras entrar, en la puerta izquierda antes de las escaleras.
—Menuda pérdida de tiempo venir aquí —comentó la hermana—. Podíamos haber hecho esto en un despacho.
—Mamá tenía sus cosas. Acabemos cuanto antes.
El interior era alto, la iluminación apenas llegaba a las esquinas más alejadas, y también frío. Mientras fuera sobraba el pantalón largo, en el gélido interior era insuficiente.
—Maldito otoño, ni frío ni calor. Entiendo por qué mamá lo odiaba.
—Sólo le faltan los rayos fuera para parecer un cuento de niños —dijo la mujer con desdén.
Vieron las enormes escaleras cubiertas por alfombras y, a la izquierda, una puerta de madera entreabierta. Ahí estaban el abogado y el notario esperando. El impecable traje y actitud aséptica de cada uno parecían combinar bien con el estado actual del lugar. Ambos se levantaron y extendieron las manos para saludar a los herederos, los cuales hicieron un gesto sin detenerse.
—Mi hermano y yo hemos perdido demasiado tiempo viniendo aquí. Que sea rápido.
—Como deseen —dijo el notario. Continuó en cuanto se sentaron los cuatro—. Estamos aquí para ejecutar el testamento cerrado de doña Mencía de Haro. —Abrió la carpeta y comenzó—: «A mis hijos Isabel y Nuño les quiero hacer entrega de mi bien más preciado: una pelota de playa...».
—¿Perdón? —dijo Isabel.
El notario también pareció descolocado.
—Era una señora mayor, a veces...
—Sí, continúa.
Tras aclararse la garganta, continuó:
—«También quiero hacerles custodios de esta pelota de playa, situada en Gatika, y de todas las pelotas de playa de su interior. Todas ellas. Ocho, quizá...».
—Perdón, perdón —interrumpió Nuño—. ¿Es esto una broma?
—En absoluto —se defendió el notario—. Aquí puede leerlo. Es su letra y su firma. ¿Saben ustedes a qué se refiere?
—No. Nunca hemos oído hablar de esas «pelotas de playa». ¿Puede ser demencia?
—No tenemos constancia.
—¿Y afecta al resto de bienes? —preguntó Isabel.
—No, está todo a salvo.
—Entonces...
Los interrumpió el ruido de unos botes. Tras un instante de estupefacción, Isabel lo intentó de nuevo.
—Entonces...
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Heredando una pelota de playa
FantasyMencía de Haro ha muerto. Para la lectura del testamento es necesario estar en el castillo familiar. Para ello, Nuño e Isabel deben hacer un hueco en sus apretadas agendas para ello. Sin embargo, la lectura del testamento no irá como ellos quieren.