Las risas se alzaban en el aire, mezclándose con el tintineo de los vasos al chocar, celebraciones que rebotaban entre las paredes del lugar. El ambiente estaba cargado del acre olor a alcohol barato, impregnando cada rincón, haciendo que mi nariz se arrugue.
- Entonces, ¿con cuál de ustedes dos pasaré la noche?
Mi mirada recorrió primero a la rubia. Su vestido rojo, casi etéreo, flotaba con cada movimiento, revelando la curva delicada de sus muslos pálidos ante mis ojos hambrientos.
Luego volví la vista hacia la castaña. Su escote pronunciado apenas lograba contener sus grandes pechos. Su vestido negro era más una insinuación que una prenda, adhiriéndose a su piel como si fuera una extensión de ella.
- Soy muy obediente y hábil con los dedos - dijo, con una voz que goteaba seducción.
- No, yo soy mucho más hábil... y mucho más obediente - dijo la rubia, desafiando a su compañera mientras sus ojos verdes se clavaban en los míos.
Ambas mujeres se acercaron un poco más, lo suficiente para que nuestros cuerpos se rozaran. El calor de sus cuerpos se mezclaba con el mío, llenando el aire de deseo palpable.
- Eso está por verse - respondí con una sonrisa ladeada, antes de inclinarme hacia la rubia.
Nuestros labios chocaron suavemente al principio, un roce tentativo que rápidamente se tornó más intenso. La escuché soltar un leve jadeo cuando mi lengua acarició los bordes de sus labios, incitándola a abrirse para mí.
Su sabor era dulce, pero antes de perderme del todo, me aparté lentamente, regalándole una sonrisa antes de girar mi atención hacia la castaña.
Ella me esperaba, expectante, sus labios temblaban como si la tensión la estuviera consumiendo por dentro. Me incliné hacia ella, atrapando sus labios con los míos en un beso más profundo, más demandante.
Su temblor desapareció en cuanto respondio con más intensidad, su deseo revelado en la forma en que sus labios se movían contra los míos, ansiosa por más.
Al separarme, ambas me miraban con el mismo brillo en los ojos, esa mezcla de suplicio y deseo que siempre es tan adictiva.
- Ya tomé una decisión.
Ambas contuvieron el aliento, sus miradas fijas en mí, cargadas de deseo en una súplica silenciosa.
- Y mi respuesta es... ¿por qué escoger solo una, si puedo tener a las dos? - dije, dejando que una sonrisa pícara se dibujara en mis labios.
Sus ojos se encendieron al escuchar mis palabras, y sin un gesto de indecisión, se despojaron de sus ropas rápidamente y me empujaron hacia la cama con ellas.
Antes de que pudiéramos avanzar más, la cortina que cubría nuestra escena se corrió con un suave chasquido.
- Veo que estoy interrumpiendo algo, hermana... ¿Me puedo unir? - su voz resonó en la habitación con un brillo travieso en sus ojos.
Me separé un poco de las chicas, aun sintiendo el calor de sus cuerpos junto al mío.
- Daemon, ¿por qué vienes a molestarme tan temprano? - pregunté de manera aburrida.
Su expresión no mostraba arrepentimiento alguno mientras se apoyaba en el marco de la puerta, cruzando los brazos.
- Viserys nos mandó a buscar. Quiere que vayamos al castillo en este mismo momento - su voz sonaba más seria esta vez.
Rodé los ojos y volví mi atención a la castaña, cuyo cuello suave y tentador seguía llamando mi atención. Deslicé mis labios sobre su piel con lentitud, disfrutando de la pequeña risa que escapó de sus labios.
- Ve tú. Yo ya pensaré en alguna excusa para decirle - murmuré, dejando que mis manos exploraran su cuerpo una vez más.
Pero el ambiente cambió en un instante, cuando la voz de Daemon se volvió grave, apagando toda chispa en la habitación.
- El bebé no sobrevivió.
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Nuestros pasos resonaban en los pasillos, un eco hueco que parecía agravar el silencio opresivo que colgaba en el aire. El ambiente era denso, cargado de una tristeza que se filtraba por las paredes.
Las sirvientas corrían de un lado a otro, sus rostros pálidos y tensos, como si intentaran escapar de la sombra de la tragedia que se cernía sobre la casa.
Mi mente vagaba incesante hacia Aemma, mi buena hermana, cuyo bebé apenas había vivido dos días antes de partir de este mundo.
Al llegar a los aposentos de Viserys, lo encontramos sentado junto al lecho de su esposa, sosteniéndole la mano con una ternura devastadora. La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por el titilar de unas pocas velas, cuyas sombras alargadas proyectaban una melancolía aún mayor sobre las paredes de piedra.
Daemon fue el primero en hablar. Se acercó a él y colocó con firmeza una mano en su hombro, en un gesto de apoyo silencioso.
- Cuánto lo sentimos, Viserys.
Viserys levantó la vista lentamente. Sus ojos, hinchados por el dolor y la falta de sueño, reflejaban una mezcla de tristeza y agotamiento. Asintió débilmente, sin soltar la mano de Aemma.
- Gracias, hermanos - respondió, con la voz rasgada - Los necesito aquí, ahora más que nunca... tras la pérdida de mi hijo... de mi heredero.
Vi de reojo que la mandíbula de Daemon se tensaba.
- El maestre dice que sus pulmones eran débiles, que por eso no resistió... - continuó.
- Tranquilo, hermano. Sabemos que esto es difícil... pero vendrán otros.
Las palabras de Daemon me incomodaron.
No era el momento para hablar de futuros hijos, pero vi cómo Viserys asentía lentamente, repitiendo para sí mismo que vendrían más hijos, hijos que serían "fuertes".
No podía evitar apretar los labios, incómoda con la dirección que tomaba la conversación.
- - ¿Y Aemma? ¿Cómo está? - pregunté, intentando desviar el tema.
- No dejaba de llorar... no podía calmarse - murmuró - El maestre le dio un té relajante para que pudiera descansar. Necesitaba dormir, aunque... no sé si el sueño aliviará su pena.
Me moví hacia el lado de la cama, observando a Aemma con más detenimiento. Su rostro estaba pálido, las huellas de las lágrimas aún visibles en sus mejillas, incluso mientras dormía.
Se veía débil, quebrada por dentro, como si una parte de ella hubiese muerto junto a su hijo.
- Las Hermanas Silenciosas están preparando al bebé... mañana será el funeral.
- ¿Y Rhaenyra? - pregunté.
- En sus aposentos - respondió Viserys con un suspiro - Se fue llorando cuando le di la noticia.
Asentí y apreté suavemente la mano de Aemma, aunque estuviera dormida, queriendo transmitirle, aunque fuera en sueños, que no estaba sola en su dolor.
Me volví y abandoné la habitación en silencio, caminando con paso rápido hacia los aposentos de Rhaenyra.
Cuando llegué a la puerta de sus aposentos, Ser Westerling me detuvo.