45-RACHEL

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Rachel se encontraba sentada en la silla del despacho de la doctora Hart. Estaba tensa, rascando de manera inconsciente la madera de los apoyabrazos. Había sido inocente, por no decir estúpida, al confiar en que Lionel no la delataría. Pero si Rachel caía, se aseguraría de que ese cretino se hundiera con ella.
Mientras esperaba, su mente repasó cada detalle de lo que había sucedido aquella mañana, intentando recrear una nueva historia, por si debía hacerlo.
Rachel estaba fuera del antiguo hospital, sucia y buscando la manera de pasar al otro lado, de volver a Woodhaven. Había inspeccionado la gran valla de metal, pero no había ningún agujero por el cual ingresar y casi nulas posibilidades de escalarla.
–¡Demonios! –exclamó, regañándose a sí misma por no haber considerado con anterioridad cómo regresar. No sabía cuánto tiempo tenía, pero no debía ser demasiado, ya que el sol comenzaba a alzarse en el cielo. Con todas sus fuerzas, lanzó el maletín al otro lado de la verja, cruzando los dedos para que su mullido interior amortiguara la caída. El maletín voló unos segundos por los aires y luego cayó en el interior de un arbusto. Ahora venía la parte difícil. La única forma de volver a Woodhaven que tenía algo de sentido era trepando el imponente roble que se alzaba junto a la valla. La corteza estaba cubierta de musgo y sus ramas, gruesas y robustas, se extendían como tentáculos hacia el otro lado. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que era tan alto que ni siquiera podría haberlo escalado con la ayuda de otra persona.
–¡Hey! ¿Qué estás haciendo aquí?
Un hombre joven y desaliñado la observaba con la misma sorpresa con la que ella lo miraba a él. No era uno de esos tipos musculosos de Woodhaven, pero parecía que trabajaba allí. También parecía estar bajo los efectos de algún estupefaciente. En su mano llevaba un cigarrillo de marihuana que no trató de esconder.
–¿Cómo escapaste de tu habitación? –se preguntó, confundido, mientras rascaba su corta barba. Rachel no le contestó, pero debió darle la impresión de que estaba asustada, porque enseguida añadió–. No te preocupes, no soy como los otros.
Rachel supuso que se refería a las personas de seguridad.
–Yo solo controlo las cámaras de vigilancia. Soy Lionel –dijo, sonriendo despreocupado–. ¿Quieres un poco?
Rachel no quería perturbar su buen humor, así que aceptó y le dio una calada al cigarrillo. Enseguida comenzó a toser, y él se rió.
–Es algo fuerte. Me gusta añadirle un toque especial –dijo, encogiéndose de hombros con una mezcla de orgullo.
Ella no lo escuchaba, sino que lo analizaba a cada segundo, intentando comprender sus intenciones más allá de su aparente simpatía.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó Lionel. La observaba de arriba abajo, lo que la hacía sentir incómoda.
–Rachel –contestó, entregándole el cigarrillo. No tenía caso mentir.
–¿Por qué estás tan sucia?
No supo qué contestar, así que guardó silencio.
Lionel volvió a aspirar aquel horrible humo.
–Bueno, Rachel... –dijo con una mano en la cadera y la otra rascando su cabeza, como si estuviera pensando qué hacer a continuación–. No quiero ser un ogro, pero no puedo dejarte aquí –le pasó nuevamente el cigarrillo y le indicó que fumara.
Luego hizo algo que encendió las alarmas. Le acarició brevemente el rostro, y ella respondió alejándose rápidamente.
–¿Qué estás haciendo?
–Podría llevarte de vuelta a tu habitación, y nadie tendría que enterarse. No diré nada si tú tampoco lo haces. –la miró de manera lasciva y le puso una mano en la cintura–. ¿Qué te parece si llegamos a un acuerdo?
Rachel reaccionó impulsivamente, apagando el cigarrillo contra su palma.
–¡Quítame tus sucias manos!
Lionel gritó de dolor.
–¡Me has quemado! ¡Maldita loca! –alejó su mano herida al mismo tiempo que alzaba la otra con el afán de golpearla.
–¡Hey! –Bernard, el jubilado arquitecto, apareció en aquel preciso instante, del otro lado de la valla–. ¡¿Qué está pasando aquí?!
Lionel recobró la compostura, alejándose de Rachel.
–Vuelva adentro, señor; solo estoy llevando de regreso a la paciente –dijo, señalando el edificio.
–Pues no es lo que yo vi –objetó Bernard, adoptando una postura de autoridad–. Estaba a punto de golpear a la señorita Anderson, que es una paciente de Woodhaven. Además... –Bernard se acercó y olfateó el aire, luego miró a Lionel a los ojos–. Lo he visto antes, drogándose detrás del edificio por las noches y llevando mujeres dentro. Usted no me agrada.
Aquello tomó a Lionel por sorpresa, que al notar la pulsera que llevaba Rachel, la que la identificaba como una "paciente importante" y comprobar que Bernard decía la verdad, adquirió un semblante de pánico.
–Yo solo estaba... No sé cómo ella llegó hasta aquí, yo... –balbuceaba Lionel–. Lo siento.
–Tal vez debería volver a casa y darse un baño para aclarar sus ideas.
–Sí, tal vez... –Lionel se agarraba la cabeza, desconcertado.
Llevó a Rachel del lado correcto del edificio y luego se alejó lo más rápido que pudo, como una pequeña y asustadiza rata.
–Odio a ese hombre –le dijo Bernard, cuando ambos estuvieron solos–. Apaga las cámaras casi todas las noches para hacer quién sabe qué –añadió, sacudiendo la cabeza–. Bueno, en realidad sé qué es lo que hace. Lo he escuchado de las enfermeras. Lo que no sé, es cómo continúa trabajando aquí.
Rachel ni siquiera se había percatado de que el exterior que rodeaba el edificio tenía cámaras. Pero esperaba que la negligencia de Lionel hubiera ayudado a que no quedaran pruebas de su pequeña salida nocturna.
–¿Qué hacías tú del otro lado de la cerca? ¿Y por qué vas tan sucia?
Rachel se sintió asqueada por su propia mentira. Le había dicho que ella y Lionel tenían "algo", pero que ya no deseaba continuar con ello. Bernard le advirtió que hombres como él no valían la pena, y Rachel asintió con una expresión compungida, en una actuación que resultaba bastante mediocre ante el pequeño sermón que le estaba dando.
–Bueno, creo que has aprendido la lección... –dijo el hombre con rostro serio–. En ese caso, no creo que sea necesario que nadie más se involucre en esto.
–Estoy de acuerdo –respondió Rachel, sacudiendo la cabeza con entusiasmo. Luego se detuvo de golpe–. Bernard...
–¿Sí?
–¿Podrías entretener a Alan por unos diez minutos? –era consciente de que estaba abusando de su buena voluntad.
El anciano se tomó un momento para reflexionar.
–Acércate a la puerta dentro de cinco minutos y estará liberada –dijo finalmente, echando un vistazo a su reloj de pulsera–. A veces, ser viejo tiene sus ventajas –añadió comenzando a alejarse.
–¿Bernard? –Rachel lo llamó una última vez–. Gracias.
Él sonrió con un leve movimiento de cabeza y eso fue todo. Rachel tomó el maletín del bosque y pudo entrar sin problemas. Bernard había fingido un dolor en el pecho y por lo que luego oyó Rachel, el personal no dejaba de seguirlo. Se había equivocado con él; realmente era un buen hombre.
La puerta de la oficina se abrió y la doctora Hart colgó el largo tapado color gris. Llevaba un nuevo collar de perlas y su cabello lucía como recién salido del salón.
–Lamento la tardanza –se disculpó, echando una rápida mirada a su reloj, aunque solo se había demorado cinco minutos. Rachel trataba de leer en sus facciones la finalidad del encuentro, pero ella lucía una cuidadosa sonrisa ensayada.
–No hay problema –aseguró Rachel.
La doctora Hart se ubicó al frente, acomodándose en su silla de cuero, y la miró fijamente a los ojos. ¿Acaso sus ojos siempre habían sido tan oscuros?
–La razón por la que te he pedido que vinieras es porque quería asegurarme de que tu estancia en el retiro esté siendo placentera.
–Oh, sí, claro... –Rachel suspiró aliviada. Ella solo quería asegurarse de que todo continuara viento en popa.
–¿Cómo te has sentido en tu primera semana?
–¡Genial! Todos han sido muy amables conmigo –expresó Rachel, exagerando su entusiasmo.
–¿Y qué me dices de tus sesiones con la doctora Cheng?
–Han estado bien, supongo –contestó, encogiéndose de hombros.
–¿Sabes? Para que la terapia sea realmente fructífera, el paciente debe ahondar profundamente en su interior. Abrirse completamente. –Movió sus manos como una flor desplegándose hacia el cielo. A Rachel le sorprendieron aquellas uñas tan largas–. ¿Dirías que estás de acuerdo?
–Supongo que sí.
–Entonces, ¿lo estás haciendo? –le preguntó la mujer, con mirada curiosa–. ¿Estás abriéndote por completo?
Rachel titubeó, pero finalmente asintió.
–¿Estás segura de eso? –reiteró la doctora Hart, casi en un susurro. Sus ojos brillaban con intensidad. Había algo en su mirada que le decía que sabía que estaba mintiendo. Su perturbadora sonrisa dejaba entrever algunos dientes agrietados y desiguales–. La doctora Cheng me ha dicho que has estado algo ansiosa por hablar con tus amigas.
–Tal vez un poco. Una de ellas vendrá a verme hoy –dijo Rachel, sintiéndose cada vez más incómoda.
–Oh, sí, claro. Vixen Shaw... –asintió la doctora, con una actitud extraña–. Ella está ayudándote a encontrar a Sam. –Añadió como si nada.
Rachel abrió los ojos de par en par, estupefacta.
–¿Qué?
No había manera de que ella supiera aquello.
–Dime, ¿crees que si realmente supiera tu secreto, aún te ayudaría? –la doctora Hart se quitó una hoja que encontró en su cabello, que ahora lucía algo sucio y desaliñado–. Porque la obsesión de la búsqueda es un largo y peligroso camino. Lleno de brujas... y de lobos.
–¿Cómo lo...? –El corazón de Rachel latía a mil por hora.
–¿Hasta dónde llegarías por conseguir lo que quieres...? –susurró de manera extraña la mujer, encogiéndose risueña como si fuera una niña. Luego, se quedó paralizada, sus ojos abiertos de par en par, fijos en un punto, mientras una sonrisa horripilante se dibujaba en su rostro.
Rachel estaba aterrada. No quería acercarse a ella, pero, sin embargo, lo hizo.
–¿Doctora Hart, se encuentra bien...?
En un instante, la doctora Hart la atrapó, tomando su mano con una fuerza desmesurada.
–¡¿Estás dispuesta a perderlo todo?! –gritó con una voz grave y distorsionada. Pero no solo su voz había cambiado; su rostro se había transformado, ahora desdibujado en una mueca avejentada y aterradora.
Un golpe seco resonó en la habitación.
–Lamento la tardanza –la doctora Hart entró a la oficina echando una rápida mirada a su reloj. Rachel, aún paralizada, tardó unos segundos en reaccionar. Volteó hacia la recién llegada y luego hacia el escritorio; allí no había nadie. ¡Aquello era imposible! La imagen de la doctora Hart, tan real, había desaparecido como por arte de magia. Aún podía sentir la presión en su mano.
–¿Estás bien, Rachel? –preguntó la verdadera doctora Hart, con preocupación–. Luces algo pálida.
Rachel tragó saliva, intentando recomponerse. Su mente luchaba por encontrar sentido a lo que acababa de ocurrir.
–Sí, claro... –respondió con un tono más alto de lo que pretendía.
La doctora Hart frunció el ceño, pero no hizo más preguntas.
–La razón por la que te he pedido que vengas es porque quería asegurarme de que las pastillas de Clovapine te estén ayudando adecuadamente –indicó ella, tomando asiento–. ¿Has notado algo extraño últimamente?
Rachel negó con la cabeza, aún shockeada por lo que había ocurrido.
–Excelente –la doctora Hart escribió algo en un anotador–. También quería pedir tu consentimiento para solicitar los documentos de tu historial clínico. Estoy al tanto de lo que te ocurrió el año pasado, y...
La doctora Hart hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas.
–He estado revisando tu caso y no estoy completamente de acuerdo con el diagnóstico del doctor Miller. Él no es un experto en neurología y creo que los síntomas que experimentaste pueden deberse a algo más que simples secuelas. Hay un riesgo de que lo que te sucedió esté relacionado con un desarrollo diferente en tu cerebro.
–¿Es estrictamente necesario? –Rachel no estaba dispuesta a volver a pasar por aquello nuevamente.
La doctora Hart levantó la vista, con una expresión seria.
–Solo quiero asegurarme de que no estamos pasando por alto nada importante. ¿Seguro te encuentras bien?
Rachel intentó recuperar la calma, lo último que quería era parecer una loca ante una persona que podía encerrarla definitivamente en un abrir y cerrar de ojos.
–Estoy bien –aseguró–. Aunque me gustaría pensarlo un poco.
–Claro, por supuesto –los ojos de la doctora Hart volvieron nuevamente al anotador–. Pues no quiero entretenerte demasiado. Sólo hazme saber tu decisión apenas lo hayas meditado.
–Lo haré. –Rachel se detuvo antes de abandonar la oficina–. ¿Doctora Hart? –la mujer levantó la mirada–. ¿Usted conoció a Arián Lawrie?
Aquella pregunta pareció descolocarla.
–¿El antiguo director? –preguntó, extrañada por la pregunta–. No. Él murió antes de que comenzara a trabajar aquí. Antes siquiera de que compraran el hospital. ¿Por qué?
–Leí que lo mencionaban en uno de los libros de arquitectura de la biblioteca y sentí curiosidad.
El rostro de la doctora mostró cierta desconfianza.
–Woodhaven no tiene nada que ver con él. –aclaró, dando a entender que no era una de las primeras personas que le preguntaba sobre el tema–. Por lo que sé, Lawrie ni siquiera tenía familia. Heredó lo que tenía a un amigo y él realizó la venta. Los inversores para los que trabajo lo compraron y el resto es historia. Como puedes ver, estamos comprometidos a demostrar transparencia en nuestra gestión –dijo como si estuviera hablando con alguien de la prensa–. ¿Puedo ayudarte con algo más?
Rachel negó con la cabeza y abandonó el lugar antes de que ella descubriera que su repentino interés por Lawrie no era simplemente curiosidad.

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⏰ Última actualización: Oct 22 ⏰

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