Parte 1

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Ansioso por volver a ver a Ghassan aunque solo fuese una vez más, revisité cada noche el dormitorio donde se había quitado la vida. La vivienda, un sexto piso en la medina nueva de Casablanca, quedó vacante después del grotesco acto de automutilación que perpetró en ella. El Credit du Maroc embargó el inmueble al cabo de un tiempo, ante el impago persistente de la hipoteca; al dueño no se le conocían herederos ni familiares, cercanos o distantes. De aquella noche sin luna han pasado meses y la casa no encuentra aún comprador.

No fue difícil, la primera vez que entré en ella, romper el sello y los candados que el banco había instalado para evitar su ocupación. Para ellos, el inmueble no era más que una escritura custodiada en un archivador metálico, una casilla en una base de datos. Nadie vigilaba la casa ni se cercioraba de que el sello siguiera intacto. La discreción de mis visitas logró que ningún vecino albergara sospechas sobre mi presencia allí; quizá intercambié algunas miradas ambiguas en los descansillos de la escalera con el único inquilino extranjero del edificio, un universitario sonriente y cordial que llegaba de madrugada, cuando yo salía. Aparte de eso, creo que fui invisible.

El apartamento donde Ghassan se arrancó la vida —entre otras cosas— estaba diáfano, los muebles habían sido retirados y no tenía luz ni agua corriente, pero nada de eso era indispensable para mis intenciones. Cada día accedía al edificio con la caída del sol, subía en ascensor y abría el precinto de la puerta deslizando la barra del candado que había serrado en mi primera visita. Una vez dentro, cruzaba el recibidor y entraba en la habitación sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. Me sentaba en mitad del cuarto con las piernas cruzadas, cada pie situado encima del muslo opuesto. Después vaciaba el contenido de mi bolso en el suelo, colocando en un semicírculo un repertorio de amuletos de magia negra. Entre ellos contaba con efectos personales que Ghassan usó en algún momento o que pertenecieron a él (Polaroids de sus viajes, un anillo de ónix en plata, escritos de su puño y letra de los diarios de El Cairo), así como muestras orgánicas que solo pude obtener exhumando sus restos: cabellos, uñas, jirones de piel y cartílagos de orejas y nariz. No hace falta decir que también llevaba el libro, disponiéndolo con cuidado en el centro del semicírculo, abierto por el capítulo pertinente. Estaba convencido de que volvería a escuchar en persona la voz de Ghassan, de que volvería a confrontar su mirada y su rostro, de que volvería a abrazar y ser abrazado por él. Cada noche estaba más cerca de conseguirlo.

Hace ya algunos meses Ghassan fue hallado muerto en esta casa por uno de sus empleados domésticos. Su cuerpo sin vida estaba arrodillado en postura de oración, con la barbilla clavada en el pecho, su cabello largo y oscuro cayendo empapado sobre su rostro. Su caja torácica estaba abierta de forma imposible, como un Corán sobre un atril. Su contenido, tráquea, pulmones y corazón, descansaba en el suelo desparramado sobre un charco de sangre. Al principio, el inspector de policía responsable del caso estaba seguro de que se trataba de un homicidio ritual, pero la cinta de video demostraba lo contrario.

En efecto, el propio Ghassan había instalado un trípode en una esquina y sobre él una cámara con un objetivo de gran angular apuntando al centro de la habitación. La grabación que un selecto grupo de policías y el juez vieron aquella noche en comisaría hizo vomitar a dos de ellos y sin duda dejó mella en todos los presentes en el visionado. El vídeo mostraba un acto que era anatómicamente imposible, y aun así las imágenes eran irrefutables en su atrocidad. En el centro de la pantalla aparecía un hombre desnudo y arrodillado en el centro de la estancia. De su cuello colgaba un reluciente amuleto circular con inscripciones y anagramas. Leía en voz alta un libro polvoriento que sostenía en sus manos. Elevaba la voz a cada frase, recitando cada vez más alto y más exaltado, declamando de memoria la fórmula arcana. Cuando parecía llegar al final de la misma sus labios dejaron de moverse y se sellaron en una línea. Sus ojos se abrieron completamente, como si estuviera viendo una aparición. Entonces, sus manos se lanzaron al centro de su pecho y empezaron a escarbar en él nerviosamente con la punta de sus dedos. Su rostro era un nudo de dolor, su boca parecía querer gritar sin lograrlo. Con las uñas fue apartando la piel y desnudando el esternón. Abriéndose paso entre los músculos pectorales, alcanzó las costillas y fue introduciendo los dedos en los huecos que hay entre una y otra, como si fuesen asideros, clavándolos en los espacios intercostales. En un movimiento súbito y brutal abrió en dos su caja torácica, descuajando el esternón, desprendiendo el cartílago costal, separando los dos juegos de costillas y abriéndolos de par en par con un crujido abominable. En el interior podían verse los pulmones inflándose y desinflándose frenéticamente. La mano izquierda se abrió paso entre ellos y arrancó el corazón de su nido de venas y arterias, arrojándolo al suelo. Era inexplicable que aquel cuerpo siguiese con vida y moviéndose después de aquello, pero lejos de detenerse prosiguió su arrebato sacando los pulmones de su armazón con ambas manos y deshaciéndose de ellos en el suelo. Finalmente, dejó caer su cabeza hacia delante, rindió sus brazos y sucumbió.

Los médicos forenses no fueron capaces de explicar racionalmente lo que se veía en aquel video. Incluso después de que un avanzado software demostrase que la cinta no había sido manipulada, eran incapaces de aceptar esas imágenes. Ningún ser humano poseía la fuerza física necesaria para arrancar sus propias costillas con las manos, mucho menos seguir en control de sus acciones tras arrancarse el corazón de aquella manera. El caso se archivó como un suicidio y todos los implicados en la investigación hicieron todo lo posible para olvidarlo.

¿Curiosidad malsana? ¿Acaso añoranza? Quién conoce los motivos de un alma para querer regresar al lugar donde se descosió de la vida. Puede que sea necesario invitarlas, convocarlas, y que así acudan a nuestra llamada. Ese era, ciertamente, el propósito de mis visitas nocturnas; pronunciar su nombre en la lengua de los muertos, abrir para él un surco en un espejo invisible y ayudarle a cruzar hacia este lado. Y cuando así fuese, allí estaría para servirle y para adorarle.

"Acudo a tu plegaria, perro", fueron las primeras palabras que le oí decir a Ghassan después de su muerte, después de tantas y tantas noches pensándole, recordándole y soñándole exactamente en el mismo sitio en que murió. Tantas veces había hecho la invocación tal y como describía el libro que pasaba noches enteras totalmente extenuado y el amanecer me encontraba tendido en el suelo. Al principio pensé que era el eco de algo que estaba soñando y que lograba llegar a mi oído como un espejismo al despertar. Pero no era el caso, pues yo estaba despierto y bien despierto cuando volví a escucharlo proveniente de las cuatro paredes a la vez. "Arrodíllate", dijo a continuación. Era una voz ronca, trabajosa, como si hubiese tenido que atravesar una faringe semiobstruida por pólipos y mucosidades. La frase no era nueva para mi, Ghassan me la había dicho incontables veces después de nuestro viaje a El Cairo. Ghassan había vuelto. Estábamos juntos de nuevo.

TóraxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora