XVII

0 0 0
                                    

La mañana siguiente llega envuelta en una neblina suave que cubre el sanatorio como una manta. Al abrir los ojos, siento una mezcla de emoción y nerviosismo. La noche anterior fue un paso significativo, pero aún hay un largo camino por recorrer. Me levanto de la cama, tratando de asimilar lo que he experimentado.

Después de un ligero desayuno, decido que es un buen momento para dar un paseo por el jardín. La luz del sol apenas comienza a filtrarse a través de la niebla, y la atmósfera es mágica. Cada paso que doy resuena en mi mente, recordándome que he encontrado un espacio donde puedo ser vulnerable, un lugar donde mi dolor puede ser compartido y validado.

Mientras camino, me encuentro con Elena. Está sentada en un banco, hojeando un viejo libro. Su rostro se ilumina al verme, y puedo sentir una conexión renovada entre nosotros.

—Buenos días, Samuel. ¿Cómo te sientes hoy? —me pregunta, cerrando el libro con suavidad.

—Siento que estoy en un nuevo comienzo —respondo, sentándome a su lado—. La noche pasada fue liberadora.

—Lo sé. Fue un momento muy especial —asiente, su mirada perdida en el horizonte—. Creo que todos necesitamos un lugar donde podamos ser escuchados.

—A veces siento que el silencio es más fácil que abrirme —admito—. Pero hablar sobre mi dolor me ha ayudado más de lo que esperaba.

La conversación fluye de manera natural, y comenzamos a compartir más sobre nuestras vidas. Hablo sobre mis recuerdos con mi amante, cómo su risa iluminaba mis días, y la profunda conexión que teníamos. Elena escucha atentamente, y cuando es su turno, comparte detalles sobre su propia pérdida. Me cuenta sobre su amor, un artista con un espíritu libre, y cómo su partida dejó un vacío que nunca ha podido llenar.

A medida que habla, noto la tristeza en su voz, pero también una chispa de esperanza. La vulnerabilidad compartida nos une aún más, y en esos momentos, siento que ambas almas están en un viaje de sanación.

—Quizás deberíamos hacer algo para honrar a los que hemos perdido —sugiero, sintiendo que la idea surge de un lugar profundo en mi corazón—. Una forma de mantener sus recuerdos vivos.

Elena se ilumina con la propuesta, sus ojos brillando con entusiasmo.

—Eso suena maravilloso. ¿Qué tienes en mente?

—Podríamos organizar una ceremonia aquí, en el jardín. Un espacio para compartir historias y recuerdos, tal vez encender velas en su memoria —propongo, sintiendo que la idea resuena dentro de mí.

Elena asiente, entusiasmada.

—Sí, ¡hagámoslo! Podría ser una oportunidad para que otros también compartan sus historias y se sientan acompañados.

Mientras planeamos la ceremonia, siento que el peso de la culpa y el dolor comienza a transformarse en algo más ligero. El simple hecho de compartir el deseo de honrar a nuestros seres queridos me brinda una sensación de propósito renovado. Es como si estuviera descubriendo un nuevo significado en mi dolor.

A medida que el día avanza, nos ponemos en contacto con otros visitantes del sanatorio, compartiendo la idea de la ceremonia. La respuesta es positiva, y pronto, un grupo de personas se une a nosotros, dispuestos a participar en esta celebración de la vida y el amor.

Los días que siguen están llenos de preparativos. Nos reunimos en el jardín para organizar todo: flores, velas, y un espacio donde todos puedan sentarse. A medida que trabajamos juntos, la sensación de comunidad se fortalece. Las sombras que antes me rodeaban comienzan a desvanecerse, reemplazadas por la luz que cada uno de nosotros aporta al grupo.

Finalmente, llega el día de la ceremonia. El jardín está decorado con velas y flores frescas, y una atmósfera de paz y solemnidad lo envuelve todo. A medida que los invitados llegan, siento una mezcla de nerviosismo y expectativa.

Cuando todos están reunidos, Elena se pone de pie y, con voz temblorosa pero firme, da la bienvenida a todos. Habla sobre la importancia de honrar a nuestros seres queridos, de mantener su memoria viva a través de nuestras historias y recuerdos.

Cada uno de nosotros se toma un momento para compartir. Algunos cuentan anécdotas divertidas, otros hablan sobre el dolor de la pérdida, pero todos estamos conectados en esta experiencia. La luz de las velas parpadea a nuestro alrededor, creando un ambiente cálido y acogedor.

Cuando es mi turno, me acerco al centro, sosteniendo una vela en la mano. La luz ilumina mi rostro, y siento que cada palabra que pronuncio es un acto de liberación.

—Hoy, honramos a aquellos que amamos y que ya no están con nosotros. Mi amante, con quien compartí momentos maravillosos, vive en cada recuerdo que guardo —digo, mi voz resonando en la noche—. No quiero que su memoria se convierta en una carga, sino en una luz que guíe mi camino hacia adelante.

Al terminar, coloco la vela en el círculo central, donde otras velas arden. La sensación de liberación es abrumadora, y la conexión que siento con los presentes es profunda.

La ceremonia se convierte en un momento de catarsis y sanación. A medida que compartimos nuestras historias y encendemos las velas, el jardín se transforma en un refugio sagrado donde el dolor y la esperanza coexisten en perfecta armonía.

Cuando finalmente nos sentamos a contemplar las luces titilantes, el silencio que rodea al grupo está lleno de comprensión y amor. Hemos creado un espacio donde el dolor puede ser compartido y la esperanza puede florecer.

Me doy cuenta de que, aunque el camino hacia la sanación aún está lleno de obstáculos, tengo el apoyo de quienes han pasado por experiencias similares. Juntos, hemos encontrado una forma de avanzar, un paso hacia la luz que siempre parece estar al final del túnel.

Con esta nueva perspectiva, me siento preparado para enfrentar mis demonios, sabiendo que no estoy solo en esta lucha. El viaje apenas comienza, y aunque el dolor nunca desaparecerá por completo, hoy he dado un paso hacia la sanación.

Ecos De La Culpa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora