—Tienes la nevera llena y debería alcanzar para varias semanas, pero si algo te falta, Doug lo conseguirá. O puedes ir tú misma al pueblo en la camioneta. Ve al café Monfort los martes a las diez de la mañana —ordena Fiona mientras el enfermero empuja su silla de ruedas hacia el taxi y yo trato de seguirle el ritmo a ambos: la silla y las órdenes—, allí te enseñarán ganchillo y te enterarás de todo lo que vale la pena enterarse.
—No aprenderé ganchillo —declaro, porque antes muerta que sumisa.
Fiona captura mi mano y tironea de mí.
—No protestes que te arrugarás. Y ayúdame a levantarme, ¿quieres? Eso es.
Sostengo su frágil y diminuto cuerpo mientras el enfermero abre la puerta del taxi y pego un respingo cuando la endemoniada mujer se separa de mí y comienza a caminar, como si nada, para meterse dentro.
—¿Caminas?
—Por supuesto. ¿Me ves cara de vieja tullida, acaso?
—Pero... ¿y la silla?
Ella sonríe y señala con un gesto al enfermero, que está plegando la silla para meterla en el maletero.
—¿Has visto a ese highlander? Puedes empezar teniendo sexo con él...
Pego otro respingo, porque sí, estoy viendo muy bien a ese highlander de brazos fuertes, ¡y he visto cómo me ha sonreído al escucharla, joder! No recordaba a la tía abuela tan poco tía abuela. Ahora vuelve a capturar mi mano y me obliga a inclinarme para meter medio cuerpo dentro del taxi.
—Pórtate mal, descansa y disfruta. ¡Vive, querida! Si pasa algo... No me llames, que puede que esté con el caribeño. Oh. Y cuídate de Philippe. Que no se meta en tu cama, ese callejero manipulador —dice antes de darme un rápido abrazo y echarme fuera del taxi para que suba el enfermero.
—¿Philippe? —murmuro mientras el taxi se aleja por el sendero empedrado.
Cuando traspasa el cerco, dobla en dirección a la ruta y lo pierdo de vista, es como si el mundo se hubiera frenado de golpe. El silencio que me envuelve de repente es tan denso que me despierta de la ensoñación que acabo de vivir. La llovizna, o la niebla, ya no sé qué es esto que me humedece hasta el apellido, me obliga a dar media vuelta y entrar en la casa, tan silenciosa como el exterior. ¿Y ahora qué se supone que debo hacer?
Como si hubiera escuchado mis pensamientos, Doug aparece ante mí al pie de la escalera. «Parece Tolkien», pienso al ver que se encasqueta una boina verde musgo que hace juego con el resto de su ropa en tonos y texturas terrosas.
—Iré al pueblo, ¿necesita algo?
—No, espere... Yo...
—¿Desea venir conmigo?
Sacudo la cabeza, tan aturdida que no logro formar frases que salgan por mi boca. Necesito un baño. Y dormir. Eso. Dormir mucho y despertarme en mi cama, en Buenos Aires, lejos de toda esta locura a la que me he prestado alegremente sin imaginar que tendría visos de pesadilla.
—Creo que mejor me acomodaré por aquí.
—He dejado su equipaje en el primer piso. Elija su habitación y haga de cuenta que esta es su casa —sonríe amable como un hobbit, aunque tengo la leve sensación de que se está mofando de mi perra suerte.
—Gracias... ¿Podré darme un baño caliente o...?
—Por supuesto que sí. Puede hacer lo que usted quiera. Volveré mañana, por si necesita algo.
—Espere, Doug... —lo llamo cuando me da la espalda, y el hombrecito gira sobre sus talones y me observa con paciencia hasta que logro formar aquella palabra y sacarla por la boca—. Mark... Él... —ver que niega con la cabeza y expresión acongojada me seca la garganta al instante—. ¿Qué? ¿Está muerto de verdad?
—Todo indica que no sobrevivió a la primera ola de covid.
—Pero... Fiona dijo que...
—Lo sé. Y ojalá tuviera razón, pero no tenemos noticias suyas desde marzo del dos mil veinte. Hay cuatro personas fallecidas con su nombre en Byron Bay...
—¿Byron Bay? —murmuro desconcertada—. ¿Byron Bay, Australia?
—Así es. Vive allí desde hace años ya, pero cuando dejó de responder, la señora buscó a un investigador y todo parece indicar que es una de aquellas cuatro personas. Tres están identificadas... La cuarta no tiene datos, es como un fantasma... No sé si usted me entiende —masculla Doug con un gesto obvio que entiendo muy bien. Mark Fraser, mi ex escocés, es el hombre menos ubicable del planeta Tierra. Y eso que es enorme. No sé cómo hace, pero no deja rastro: ni redes sociales, ni casillas de correo, fotos en Google ni nada a su nombre que pueda localizarlo en forma alguna. Lo sé muy bien porque hace trece años que lo busco por la web y no encuentro nada. Absolutamente nada. Doug se encoge de hombros—. Lo raro es que no se haya comunicado él mismo en todo este tiempo. Llamaba a la señora religiosamente cada dos meses. Y han pasado...
—Dos años —murmuro con el corazón encogido. Es como si todo el aire de la casa se hubiera vuelto petróleo y me ahogase con su oscuridad, por lo que me aclaro la garganta para no llorar delante del hombre y asiento con la cabeza—. Gracias, Doug... Iré a... Iré a buscar mi cuarto.
—Tiene mi número en la pizarra —avisa señalando hacia la zona de recepción, ahora vacía y sin sentido.
Sonrío como puedo y me arrastro escaleras arriba. La propia memoria emocional y corporal me lleva al cuarto blanco, el que habité hace quince años, jugando a la luna de miel con Mark Fraser: mi príncipe azul que ahora está desaparecido. O muerto.
El cuarto sigue tal como lo recuerdo: inmaculadamente blanco. Las cortinas están abiertas y puedo ver del otro lado de los cristales cubiertos de gotitas de llovizna cómo Doug camina hacia la cochera y se pierde en ella.
Me quito el abrigo que no me he sacado desde que me lo he puesto en el aeropuerto, me quito el pullover y la camiseta. Después las zapatillas, las medias, el jean, todo ensopado, y lo dejo como cae sobre la alfombra. Y así como estoy, en ropa interior, trepo a la cama, deshago los lazos que sostienen a un lado las cortinas del romántico dosel, me deslizo bajo las mantas, entre las sábanas de lino, suaves y reconfortantes, meto la cabeza bajo la almohada y en ese vaporoso y cálido nidito de amor blanco, me largo a llorar.
A los gritos.
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Proyecto MEE
RomanceCarolina lo ha perdido todo, hasta el ratón de su ordenador, cuando llega un sobre con pasajes a Escocia. Allí el pasado será tan tangible como la lluvia cotidiana. Y todo lo que siempre creyó de las cosas, de la vida y hasta de su exprometido, se r...