Capítulo 4. Cinco meses antes

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Marta subió al coche donde ya la esperaban Miguel y los niños. Era sábado y tocaba ir al partido de Álvaro y, como siempre, llegaban muy justos.

—Venga, hombreee —le espetó Miguel—. Siempre vamos tarde, no sé cómo te las apañas. Te pones a hacer tonterías justo antes de salir.

—Si consideras que es una tontería recoger el tarro de tomate frito que ha tirado Diego en la cocina, pues sí, me entretengo en tonterías —reprochó ella.

—Lo podías haber dejado para después.

«Sí, claro, para después, a ver cómo quitas tú todo el tomate seco», pensó, pero no dijo nada.

A Marta le parecía curioso que Miguel no quisiera perderse ningún partido de la liga de Álvaro. Le gustaba ir al campo, hablar con los otros padres y animar al equipo de su hijo. No entendía por qué ella siempre tenía que ir. Cuando iban al parque, Miguel nunca se apuntaba. Podría contar las veces que había ido con ellos. Siempre buscaba una excusa. A veces se preguntaba si los demás padres pensarían que estaba divorciada. Tampoco era muy amiga de esos corrillos que se creaban en el parque. Los temas de conversación le aburrían, pero en ocasiones, no quedaba más remedio. Ese sábado, se habría quedado encantada sola en casa dedicándose unas horas a sí misma. O no haciendo nada en absoluto. Pero eso era impensable. Miguel no concebía ir al partido sin ella. Quizá lo que no concebía era el hecho de atender a los otros dos mientras Álvaro jugaba. Era más fácil que ella les echara un vistazo mientras él se reía y bebía con los otros padres.

Marta se preguntaba qué estaba saliendo mal. No sabía ponerle palabras a las situaciones y los sentimientos que estas le desencadenaban. Amaba su independencia y, de hecho, en las pocas ocasiones en las que sus hijos se lo permitían, aprovechaba para hacer cosas por su cuenta. Salía con sus amigas o iba a ver a su madre. O simplemente caminaba para hacer cuantos más kilómetros mejor, explorando nuevas zonas y recreándose en las construcciones. Sin embargo, Miguel, cuando no estaba enfrascado con sus informes y resoluciones, era incapaz de hacer algo solo. O eso le parecía a Marta. Incluso era incapaz de ir a ver a sus padres solo. Siempre tenía que llevarla y si ella no podía por la razón que fuera, simplemente no iba. Tenía que recordarle que llamara a sus padres, compraba sus regalos y fingía que los había comprado él. Marta se preguntaba en qué momento su marido se había convertido en su cuarto hijo.

—¿Dónde es la cena? —le preguntó Ana sentada a su lado—. No sé aún si podremos ir. No he encontrado canguro.

Ana se había convertido en su amiga a pesar de que Marta había querido mantener distancia con los padres de los compañeros de sus hijos. Pero, de forma natural, ella y su marido se habían incorporado a su grupo y esa noche contaban con ellos para cenar y celebrar el cumpleaños de Marta. A diferencia de la madre de Carlos que, sentada un banco más arriba, las miraba con tono de reproche por hablar y no atender al partido, Ana había conectado con ella y llevaban unos años compartiendo vivencias y sentimientos. Apreciaba su rapidez mental, su humor, su optimismo ante todas las facetas de su vida y su forma socarrona de reírse de las pequeñas costumbres de los de su alrededor. Marta se quedaba con esa parte, para ella era la mejor. Probablemente, si Marta quisiera desgarrar sus entrañas y llamar a las cosas por su nombre o contar cómo las veía, debería hablarlo con otra amiga, otra que quisiera oír el detalle del dolor. Quizá Lucía, o Lola o, por supuesto, Candela. A Ana le costaba oír lo malo, la parte sucia de la vida. Pero no importaba. Marta sabía apreciar lo bueno.

—¿Te has dado cuenta? —susurró Ana acercando la cabeza a la de Marta—. La madre de Carlos lleva botellas de agua para su hijo y para cien más, lleva barritas energéticas como para los dos equipos y no sé qué más habrá metido en esa enorme bolsa de viaje. Nos mira con cara de que somos unas irresponsables y ella tiene que ocuparse de todo.

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