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No sabía en dónde me encontraba. Lo único que podía ver frente a mí era un denso bosque. Mi mente estaba nublada, cansada, pero una cosa era segura: Cyrus estaba conmigo. Eso era lo importante. Su rostro, aunque sucio y cansado, ya no mostraba el hambre que lo aquejaba días atrás. Habíamos sobrevivido a base de lo que el bosque podía ofrecerme. Aprendí a pescar con las manos después de muchos intentos fallidos; la idea de usar una caña ni siquiera era viable. Comer bayas había sido un riesgo, ya que no sabía cuáles eran venenosas, pero tras unos días de ensayo y error, logré distinguir las que nos mantenían con vida.

Apenas amaneció, decidí que ya no podíamos seguir en el bosque. Cyrus estaba débil, y yo mismo no estaba en las mejores condiciones. Lo cargué en mi espalda y caminé durante horas. Los árboles parecían no terminar, pero al fin, entre las ramas, pude ver el borde de lo que parecía ser una ciudad. Mis piernas temblaban de puro agotamiento, pero no podía detenerme. Entré al camino principal, y frente a mí se alzaban murallas de piedra gris. Justo en el portón, un viajero descansaba con su caravana.

—Disculpe... —mi voz sonaba seca y áspera—. ¿Cómo se llama esta ciudad?
—Esto es Reynor, niño —respondió, observándome con una mezcla de curiosidad y compasión.

Reynor. Recordé vagamente haber leído sobre esta ciudad en uno de los libros de la biblioteca de mi familia. Estaba al oeste de Roa, un lugar al que no quería acercarme ni por error. Esa ciudad, hogar de los estúpidos Greyrat, despertaba en mí un odio que aún ardía con fuerza. Un odio que alimentaría mi venganza en unos años, pero por ahora, lo prioritario era encontrar un lugar para dormir con Cyrus.

Caminamos por las calles de Reynor, observando el bullicio de la ciudad. Era evidente que era un lugar de paso para viajeros y comerciantes. Carretas cargadas de mercancías cruzaban las calles adoquinadas, y los puestos de comida y objetos exóticos estaban por todas partes. El aire olía a pan recién horneado mezclado con el aroma metálico de los herreros trabajando. Cyrus miraba todo con ojos brillantes, aunque no decía nada. Yo sabía que estaba tratando de distraerse de lo que habíamos perdido.

Tras un rato buscando, encontré una posada modesta en una calle tranquila. No tenía un letrero llamativo, solo una puerta de madera con un dibujo desgastado de un sol. Entré, cargando aún a Cyrus. El dueño, un hombre de mediana edad con una barba tupida, me miró sorprendido.

—¿Qué hace un niño como tú por aquí? —preguntó.
—Busco una habitación para mí y mi hermano —respondí con firmeza, tratando de no mostrar debilidad.

El hombre me observó un momento antes de asentir.

—Son dos monedas de cobre por noche.

Era barato, y eso me alivió. Pagué con las pocas monedas que aún tenía. El dueño resultó ser amable, lo cual agradecí en silencio. Nos llevó a una habitación pequeña pero limpia. La cama era lo suficientemente grande para los dos, y había una sobremesa al lado donde coloqué mis armas: la daga-espada de mi padre y la espada que me había regalado mi maestro.

Me acosté en la cama junto a Cyrus. Él se acurrucó contra mí, como siempre hacía, buscando calor y consuelo. Mientras miraba el techo, no podía evitar que mi mente se llenara de recuerdos: el castillo en llamas, la sonrisa de mi madre mientras nos decía que escapáramos, y la sangre de los soldados que había matado aún fresca en mis manos. Todo parecía irreal, como un mal sueño del que no podía despertar.

De repente, Cyrus rompió el silencio.

—Hermano... extraño a mamá y papá —dijo entre sollozos.

Sentí cómo mi corazón se encogía al escuchar esas palabras. Mi pequeño hermano, que apenas entendía lo que estaba pasando, buscaba respuestas que yo no podía darle. Lo abracé con fuerza, tratando de consolarlo.

En el Mundo de Mushoku Tensei: Tu HistoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora